Page 89 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo VI
Clerval puso entonces la siguiente carta en mis manos. Era de mi amada Elizabeth:
Queridísimo primo:
Has estado enfermo, muy enfermo, y ni siquiera las constantes cartas de nuestro
querido y bondadoso Henry son suficientes para tranquilizarme en lo que se refiere a
ti. Te han prohibido escribir, coger la pluma; sin embargo, necesitamos unas líneas
tuyas, querido Victor, para calmar nuestros temores. Durante mucho tiempo he creído
que cada correo nos traería esas líneas, y mis persuasiones han evitado que mi tío
emprendiese el viaje a Ingolstadt. Le he impedido que afronte las incomodidades y
quizá los peligros de tan largo viaje; sin embargo, ¡cuántas veces he lamentado no
poder hacerlo yo! Me figuro que la tarea de asistirte en tu enfermedad habrá recaído
en alguna enfermera vieja y mercenaria que nunca podrá adivinar tus deseos ni
atenderlos con el cuidado y afecto de tu pobre prima. Pero ahora todo ha terminado:
Clerval dice que, efectivamente, estás mejor. Espero con impaciencia que confirmes
muy pronto esa noticia con tu propia mano.
Ponte bien… y vuelve con nosotros. Aquí encontrarás un hogar feliz y alegre, y a
unos amigos que te quieren entrañablemente. La salud de tu padre es fuerte, y él no
pide más que verte, asegurarse de que estás bien, y ninguna preocupación nublará su
benévolo semblante. ¡Cuánto te alegrará descubrir los progresos de nuestro Ernest!
Ahora tiene ya dieciséis años y está lleno de actividad y dinamismo. Está ansioso por
ser un auténtico suizo e ingresar en un ejército extranjero, pero no podemos
separarnos de él, al menos hasta que tú hayas vuelto con nosotros. A mi tío no le
agrada la idea de que siga la carrera militar en un país lejano, pero Ernest nunca ha
tenido tu capacidad. Considera el estudio como una traba odiosa; pasa el tiempo al
aire libre, trepando los montes o remando en el lago. Me temo que se volverá un
holgazán si no cedemos y le permitimos ingresar en la profesión que él ha elegido.
Salvo el crecimiento de nuestros queridos niños, pocos son los cambios que ha
habido desde que nos dejaste. El lago azul y las montañas cubiertas de nieve no
cambian jamás; y creo que nuestro plácido hogar y nuestros corazones contentos se
rigen por las mismas leyes inmutables. Yo ocupo mi tiempo en pequeños quehaceres
que me distraen, y siento compensados mis esfuerzos al no ver a mi alrededor más
que caras felices y amables. Desde que nos dejaste, solo ha habido un cambio en
nuestra reducida servidumbre. ¿Recuerdas con qué motivo entró Justine al servicio de
nuestra familia? Probablemente no, así que te contaré su historia en pocas palabras.
Madame Moritz, su madre, era viuda con cuatro hijos, de los que Justine hacía la
tercera. Esta niña había sido siempre la preferida de su padre, pero por una extraña
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