Page 91 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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te  aseguro  que  la  quiero  con  toda  ternura.  Es  muy  dulce  e  inteligente,  y
           extremadamente bonita; como te he dicho antes, su expresión y su modo de hablar me
           recuerdan constantemente a mi querida tía.
               Debo  ponerte  también  unas  palabras,  Victor,  sobre  el  pequeño  William.  Me

           gustaría que le vieses; está muy alto para su edad, con sus ojos azules y risueños, sus
           negras pestañas y su pelo ondulado. Cuando sonríe se le forman dos hoyuelos en las
           mejillas  rebosantes  de  salud.  Ha  tenido  ya  una  o  dos  pequeñas  esposas,  pero  su
           favorita es Louise Biron, una niñita preciosa de cinco años.

               Ahora, querido Victor, supongo que querrás que te hable un poco de la sociedad
           de Ginebra. Miss Manfield ha recibido ya las visitas de felicitación ante la próxima
           boda con el señor John Melbourne, un joven inglés. Su fea hermana, Manon, se casó
           con  M.  Duvillard,  el  rico  banquero,  el  otoño  pasado.  Tu  compañero  de  clase

           predilecto, Louis Manoir, ha sufrido varias desgracias desde que Clerval se marchó
           de Ginebra. Pero ya ha recobrado el ánimo y se dice que está a punto de contraer
           matrimonio con una francesa muy alegre y bonita, Madame Tavernier. Es viuda y
           mucho mayor que Manoir. Pero es muy admirada y querida por todo el mundo.

               He  escrito  con  el  mejor  de  los  ánimos,  querido  primo;  pero  la  inquietud  me
           vuelve a la hora de terminar. Escríbenos, queridísimo Victor; una línea, una palabra,
           sería para nosotros una bendición. Miles de gracias a Henry por su amabilidad, su
           cariño  y  sus  muchas  cartas;  le  estamos  sinceramente  agradecidos.  ¡Adiós!  ¡Primo,

           cuídate y escríbenos, te lo suplico!


                                                                                         Elizabeth Lavenza
                                                                              Ginebra, 18 de marzo, 17…



               —¡Querida, querida Elizabeth! —exclamé al terminar de leer la carta—. Escribiré
           ahora mismo, y les aliviaré de la ansiedad que deben sentir.

               Les  escribí,  y  el  esfuerzo  me  cansó  enormemente;  pero  mi  recuperación  había
           comenzado,  y  siguió  con  regularidad.  Un  par  de  semanas  después  fui  capaz  de
           abandonar la habitación.
               Uno de mis primeros deberes, cuando me encontré bien, fue presentar a Clerval a
           los diversos profesores de la universidad. Para ello, tuve que adoptar una especie de

           actitud forzada que se adecuaba mal a las heridas que mi espíritu había sufrido. Desde
           la noche fatal que marcó el fin de mis esfuerzos y el principio de mis desventuras,
           había  concebido  una  violenta  antipatía  incluso  al  nombre  mismo  de  la  filosofía

           natural.  Así  que,  una  vez  restablecido  por  completo,  la  mera  visión  de  los
           instrumentos químicos era capaz de renovar en mí toda una agonía de crisis nerviosa.
           Henry se había dado cuenta y había quitado todos los aparatos de mi vista. Había
           transformado  también  el  aposento,  pues  había  observado  que  yo  tenía  aversión  al
           cuarto que antes fuera laboratorio. Pero los cuidados de Clerval no valieron de nada

           en  nuestra  visita  a  los  profesores.  M.  Waldman  me  sometió  a  una  tortura  cuando



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