Page 90 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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perversidad, la madre no podía soportarla, y al morir M. Moritz, la trató muy mal. Mi
           tía se dio cuenta de esto, y cuando Justine cumplió doce años, consiguió que su madre
           accediera a dejarla vivir en nuestra casa. Las instituciones republicanas de nuestro
           país han propiciado costumbres más sencillas y felices que las que predominan en las

           grandes monarquías que la circundan. De ahí que haya menores diferencias de clase
           entre  sus  habitantes;  y  al  no  ser  ni  tan  pobres  ni  tan  despreciados  los  estratos
           inferiores, sus costumbres son más refinadas y morales. No es lo mismo un criado de
           Ginebra que uno de Francia o de Inglaterra. Justine, acogida así en nuestra familia,

           aprendió  los  deberes  de  una  criada;  condición  que,  en  nuestro  afortunado  país,  no
           incluye la idea de ignorancia ni sacrificio de la dignidad del ser humano.
               Justine, como recordarás, era predilecta tuya; y me acuerdo de que una vez dijiste
           que si te encontrabas de mal humor, una mirada de Justine bastaba para disipártelo,

           por la misma razón que Ariosto daba de la belleza de Angélica: que tan sincera y feliz
           parecía. Mi tía le cobró gran afecto, por lo que se sintió inclinada a proporcionarle
           una  educación  superior  a  la  que  había  pensado  al  principio.  Este  beneficio  fue
           plenamente  compensado:  Justine  es  la  criatura  más  agradecida  del  mundo;  no  me

           refiero a que hiciese declaraciones de agradecimiento —jamás he oído ninguna de sus
           labios—, pero podía leerse en sus ojos que casi adoraba a su protectora. Aunque su
           disposición era alegre y en muchos sentidos poco reflexiva, sin embargo prestaba la
           mayor atención a cada gesto de mi tía. La tenía por modelo de toda excelencia y se

           esforzaba en imitar su forma de hablar y sus modales, de manera que aún hoy me
           recuerda a ella a menudo.
               Cuando mi queridísima tía murió, todos estuvimos demasiado sumidos en nuestro
           propio dolor para reparar en la pobre Justine, que la había asistido en su enfermedad

           con  el  más  solícito  afecto.  La  pobre  Justine  lo  pasó  muy  mal;  pero  le  estaban
           reservadas otras pruebas.
               Sus  hermanos  y  su  hermana  murieron,  uno  tras  otro,  y  su  madre  se  quedó  sin

           hijos, salvo la hija a la que no quería. A la mujer se le trastornó el juicio; empezó a
           pensar que la muerte de sus hijos predilectos era un designio del cielo para castigar su
           favoritismo. Era católica apostólica, y creo que su confesor le confirmó la idea que
           había concebido. De modo que, pocos meses después de tu marcha a Ingolstadt, la
           arrepentida  madre  llamó  a  Justine  a  su  lado.  ¡Pobre  muchacha!  Lloró  cuando

           abandonó nuestra casa; estaba muy afectada desde la muerte de mi tía; la aflicción
           había  conferido  una  dulzura  y  una  atrayente  mansedumbre  a  sus  modales,  antes
           dotados  de  notable  vivacidad.  Su  vida  en  casa  de  la  madre  tampoco  contribuyó  a

           devolverle la alegría. La pobre mujer manifestaba un arrepentimiento muy vacilante.
           A veces pedía a Justine que le perdonase su falta de cariño, pero más frecuentemente
           la  culpaba  de  la  muerte  de  los  hermanos.  Las  continuas  lamentaciones  sumieron
           finalmente  a  Madame  Moritz  en  una  postración  que  al  principio  aumentó  su
           irritabilidad; pero ahora ha encontrado la paz para siempre. Murió con la llegada de

           los primeros fríos, a principios del invierno pasado. Justine ha vuelto con nosotros, y



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