Page 85 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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que se podían llamar ojos, estaban fijos en mí. Abrió las mandíbulas y emitió un
sonido inarticulado, mientras un rictus arrugaba sus mejillas. Quizá dijo algo, pero no
le oí; extendió la mano, probablemente para detenerme; pero yo lo esquivé y eché a
correr escaleras abajo. Me refugié en el patio de la casa donde vivía, y allí permanecí
el resto de la noche, paseando arriba y abajo, presa de la más grande agitación,
escuchando atento, captando todos los ruidos y temiendo que me anunciasen la
proximidad del cadáver demoníaco al que tan desventuradamente había dado vida.
¡Ah! No había mortal capaz de soportar el horror de aquel semblante. Una momia
a la que dotaran nuevamente de animación no podía ser tan espantosa como aquel
desdichado. Yo lo había observado atentamente durante el tiempo que estuvo sin
terminar; entonces era feo; pero cuando los músculos y las articulaciones adquirieron
movimiento, se convirtió en un ser que ni el propio Dante habría podido imaginar.
Pasé la noche en un estado lamentable. Unas veces el pulso me latía con tanta
fuerza y violencia que sentía el palpitar de cada arteria; otras, estaba a punto de
caerme al suelo a causa de mi languidez y extrema debilidad. En medio de este
horror, sentía la amargura del desencanto; los sueños que habían sido mi alimento y
mi plácido descanso durante tanto tiempo, se habían convertido ahora en un infierno
para mí; ¡pero el cambio había sido tan rápido, el derrumbamiento tan completo!
La mañana, triste y húmeda, clareó al fin y reveló a mis insomnes y doloridos
ojos la iglesia de Ingolstadt, su blanco campanario y su reloj, que señalaba la sexta
hora. El portero abrió la verja del patio, que esa noche había sido mi refugio, y salí a
las calles, recorriéndolas con paso apresurado, como si tratara de eludir al desdichado
con el que temía tropezarme en cada recodo. No me atrevía a regresar al aposento
donde residía, sino que me sentía impulsado a seguir huyendo, calado por la lluvia
que caía de un cielo negro y desabrido.
Seguí andando de este modo durante un rato, tratando de aliviar con el ejercicio
físico el peso que me agobiaba el espíritu. Recorrí las calles sin una idea clara de
dónde estaba ni qué hacía. El corazón me latía angustiado de miedo mientras
caminaba con pasos atropellados, sin atreverme a mirar a mi alrededor:
Como el que, en camino solitario
anda temeroso y asustado;
y habiendo mirado atrás una vez,
no vuelve ya la cabeza,
porque sabe que un espantoso demonio
avanza cerca de él.
Siguiendo de esta manera, llegué por fin a la posada en la que solían parar las
diversas diligencias y carruajes. Me detuve, no sé por qué; y me quedé unos minutos
con los ojos fijos en un coche que venía por el otro extremo de la calle. Al acercarse a
mí, observé que era la diligencia suiza; paró justamente donde yo estaba y, al abrirse
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