Page 93 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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como distracción pasajera. Leía sus obras tratando meramente de entender lo que
decían, y ello compensaba sobradamente mis esfuerzos. Su melancolía me llenó de
sosiego, y su alegría me elevó el espíritu hasta un grado que jamás había alcanzado
estudiando a los autores de otros países. Al leer estos textos, la vida parece un sol
radiante y un jardín de rosas, la sonrisa y el ceño de un enemigo leal, o el fuego que
te consume el corazón. ¡Qué distintos de la poesía viril y heroica de Grecia y Roma!
Pasé el verano en estas ocupaciones, y quedó fijado mi regreso a Ginebra para
finales de otoño; pero se aplazó por diversos motivos, llegaron el invierno y la nieve,
los caminos se volvieron intransitables, y el viaje se pospuso hasta la primavera
siguiente. Este retraso resultó muy amargo para mí, pues anhelaba ver mi ciudad natal
y a mis seres queridos. La razón de mi larga demora era mi renuncia a dejar a Clerval
en una ciudad extraña sin que hubiese trabado amistad con alguno de sus habitantes.
El invierno, sin embargo, transcurrió alegremente; y aunque la primavera llegó
bastante tarde, su belleza compensó esta tardanza.
Había empezado el mes de mayo ya, y yo esperaba diariamente la carta que debía
indicarme la fecha de mi partida, cuando Henry me propuso una excursión por los
alrededores de Ingolstadt, a fin de despedirme del país donde había residido tanto
tiempo. Accedí encantado a esta proposición: me gustaba el ejercicio físico y Clerval
había sido siempre mi compañero predilecto en las excursiones de este tipo que había
hecho por los escenarios de mi tierra natal.
Pasamos un par de semanas en estos vagabundeos; yo había recobrado la salud y
el ánimo hacía tiempo, y ambas cosas se fortalecían con el aire saludable que
respiraba, los incidentes naturales de nuestra marcha, y nuestras conversaciones.
Antes, mis estudios me habían aislado del contacto con mis semejantes y me habían
vuelto insociable; pero Clerval despertó los mejores sentimientos de mi corazón; me
enseñó otra vez a amar las bellezas de la naturaleza y las caras alegres de los niños.
¡Excelente amigo! ¡Cuán sinceramente me amabas, y cómo te esforzabas en elevar mi
espíritu hasta el tuyo! Un objetivo egoísta me había atenazado y bloqueado, hasta que
tu bondad y tu afecto dieron calor a mis sentidos y los abrieron; volví a ser la misma
criatura feliz que unos años antes, amada y adorada por todos, había vivido de
espaldas al dolor y los cuidados. Cuando me sentía dichoso, la naturaleza inanimada
me brindaba las más deliciosas sensaciones. El cielo sereno y los campos verdeantes
me llenaban de éxtasis. Aquella estación era efectivamente divina: las flores de la
primavera florecían en los setos, mientras las del verano estaban ya en capullo. Ya no
me turbaban los pensamientos que durante el año anterior me habían agobiado, como
un peso invencible, a pesar de mis esfuerzos por desecharlos.
Henry se congratulaba de mi alegría y compartía sinceramente mis sentimientos;
se esforzaba en distraerme, a la vez que manifestaba los sentimientos que inundaban
su alma. Los recursos de su mente, en esta ocasión, fueron auténticamente
asombrosos; su conversación estaba llena de imaginación, y muy frecuentemente, a
imitación de los autores persas y árabes, inventaba relatos maravillosamente
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