Page 97 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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garra del homicida! ¡Qué entrañas tendrá ese asesino, que ha sido capaz de destruir
tan luminosa inocencia! ¡Pobre, pobre niño! Solo nos queda un consuelo: que
mientras sus amigos lloran su muerte, él descansa. El suplicio ha terminado; sus
sufrimientos han concluido para siempre. Un velo de tierra cubre su dulce cuerpo, y
no conoce el dolor. No puede ser ya objeto de compasión; debemos reservar eso para
los desdichados que le sobreviven.
Así hablaba Clerval mientras caminábamos apresuradamente por las calles; sus
palabras se grabaron en mi mente, y las recordé después en soledad. Pero ahora, tan
pronto como llegaron los caballos, subí al cabriolé y me despedí de mi amigo.
El viaje fue muy triste. Al principio quería volar, pues ansiaba vivamente consolar
a mi familia y compartir su dolor; pero a medida que me acercaba a mi ciudad natal,
disminuí la marcha. Apenas podía soportar la multitud de sentimientos que se
agolpaban en mi alma. Atravesé los parajes familiares de mi juventud, que no había
visto desde hacía casi seis años. ¡Qué cambiado podía estar todo después de ese
tiempo! Solo había acontecido un cambio súbito y desolador; pero puede que mil
pequeñas circunstancias hubiesen operado otras alteraciones que, aunque
imperceptibles, quizá fueran igualmente decisivas. El miedo me dominó; no me atreví
a seguir temiendo mil males indecibles que me hacían temblar, aunque me era
imposible definir.
Me quedé dos días en Lausanne, en un estado de postración espiritual. Contemplé
el lago: sus aguas eran plácidas; todo a mi alrededor estaba en calma, y las nevadas
montañas, «palacios de la naturaleza», no habían cambiado. Poco a poco, me
tranquilizó el paisaje sereno y celestial, y proseguí el viaje hacia Ginebra.
La carretera corría junto a orillas del lago, que se estrechaba a medida que me iba
acercando a mi ciudad natal. Divisé más claramente las negras laderas del Jura y la
brillante cumbre del Mont Blanc. Lloré como un niño. «¡Amadas montañas!
¡Hermoso lago mío! ¿Cómo acogéis a este viajero? Vuestras cimas limpias, y el cielo
y el lago son azules y plácidos. ¿Presagia todo esto la paz, o es una burla de mi
desventura?».
Temo, amigo mío, aburrirle demorándome en estas circunstancias preliminares,
pero fueron días de relativa felicidad, y pienso en ellos con deleite. ¡Mi país, mi
amado país! ¡Quién sino un nativo puede comprender el gozo que experimenté al
contemplar de nuevo tus ríos, tus montañas y, más aún, tu hermosísimo lago!
Sin embargo, a medida que me acercaba a mi hogar, volvieron a dominarme la
aflicción y el temor. La noche, también, se cerró a mi alrededor y, cuando apenas se
distinguían ya las oscuras montañas, me sentí más abatido. El cuadro parecía un
inmenso y sombrío escenario de maldad, y presentí oscuramente que estaba destinado
a convertirme en el más desdichado de los seres humanos. ¡Ay! Resultó cierto cuanto
profeticé y solo erré en una circunstancia: que con toda la desdicha que imaginaba y
temía, no imaginaba ni la centésima parte del dolor que estaba condenado a soportar.
Era completamente de noche cuando llegué a las afueras de Ginebra; habían
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