Page 99 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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sur. No tardó en llegar a la cima y desaparecer.
Me quedé inmóvil. Los truenos habían cesado; pero la lluvia aún continuaba, y el
escenario estaba envuelto en espesas tinieblas. Empecé a darle vueltas a los
acontecimientos que hasta el momento había tratado de olvidar: todos los pasos
encaminados a la creación; la aparición de la obra de mis manos, viva, junto a mi
cabecera; su desaparición. Habían transcurrido casi dos años desde la noche en que
recibió vida; ¿sería este su primer crimen? ¡Ay! ¡Yo, yo había soltado al mundo a un
miserable depravado que se complacía en el sufrimiento y la sangre! ¿Acaso no había
matado a mi hermano?
Nadie puede imaginar la angustia que sufrí durante el resto de la noche que pasé,
frío y mojado, a la intemperie. Pero no sentía las molestias del tiempo; mi
imaginación estaba absorta en escenas de maldad y desesperación. Consideraba al ser
que había arrojado entre los hombres, dotado de voluntad y poder para cometer
espantosos designios como el crimen que ahora había cometido, casi como si fuese
mi propio vampiro, mi propio espíritu de la tumba, obligado a destruir cuanto me era
querido.
Empezaba a clarear el día, y encaminé mis pasos hacia la ciudad. Las puertas
estaban abiertas y me dirigí apresuradamente a casa de mi padre. Mi primera
intención era revelar lo que sabía sobre el asesino, y hacer que se emprendiese su
inmediata persecución. Pero me contuve al pensar en la historia que debía contar. Un
ser al que yo mismo había formado y dotado de vida había salido a mi encuentro, a
medianoche, entre los precipicios de una montaña inaccesible. Recordé también la
fiebre nerviosa que me había acometido precisamente el día que llevé a efecto su
creación, cosa que daba un cariz de delirio a la historia, por otra parte totalmente
inverosímil. Me daba perfecta cuenta de que si alguien me contase una historia de esa
naturaleza la juzgaría producto de una mente enferma. Además, la excepcional
constitución de aquel animal eludiría toda persecución, en el caso de que yo lograra
convencer a mi familia de la necesidad de emprenderla. Así que ¿de qué serviría
perseguirle? ¿Quién podría detener a una criatura capaz de escalar los empinados
flancos del monte Salève? Estas reflexiones me decidieron a guardar silencio.
Eran alrededor de las cinco de la mañana cuando llegué a casa de mi padre. Les
dije a los criados que no molestasen a mi familia y entré en la biblioteca a esperar a
que se levantasen.
Seis años habían transcurrido, habían volado como un sueño, aparte de aquel
rastro imborrable, y me encontraba en el mismo lugar donde mi padre me había
abrazado por última vez, antes de partir para Ingolstadt. ¡Amado y venerable padre
mío! Aún vivía para mí. Contemplé el cuadro de mi madre colgado sobre la
chimenea. Era un motivo histórico, pintado por deseo de mi padre, y representaba a
Caroline Beaufort en una agonía de desesperación, arrodillada ante el ataúd de su
padre muerto. Sus ropas eran rústicas y sus mejillas estaban pálidas; pero había en
ella un aire de dignidad y belleza que apenas consentía un sentimiento de compasión.
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