Page 103 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo VIII
Pasamos unos momentos de aflicción hasta las once, hora en que iba a comenzar el
juicio. Mi padre y el resto de la familia se vieron obligados a estar presentes en
calidad de testigos; yo les acompañe al tribunal. Durante toda aquella desdichada
parodia de juicio sufrí una viva tortura. Se iba a decidir si el producto de mi
curiosidad y de mis ilícitos experimentos acarrearía la muerte a dos de mis
semejantes: un niño sonriente y lleno de inocencia y alegría, y otra, muchísimo más
espantosa, con todos los agravantes de la infamia, capaces de convertirla en un
homicidio memorable por su horror. Justine era también una joven de mérito y poseía
cualidades que prometían hacerle la vida feliz; ahora, todo iba a desaparecer en una
tumba ignominiosa, ¡y yo era la causa! Hubiera preferido mil veces confesarme
culpable del crimen que se imputaba a Justine; pero yo estaba ausente en el momento
de cometerse, y tal declaración habría sido considerada como el desvarío de un loco,
y no habría exculpado a la que sufría por mi causa.
El aspecto de Justine era sereno. Iba vestida de luto; y la solemnidad de sus
sentimientos confería a su rostro, siempre atractivo, una belleza exquisita. Sin
embargo, parecía confiar en su inocencia y no temblaba, aunque la miraban y
maldecían miles de personas, pues toda la benevolencia que su belleza habría podido
despertar había quedado borrada de las mentes de los espectadores por la enormidad
que se le atribuía. Estaba tranquila, aunque se notaba que era una tranquilidad
contenida; y dado que se había aducido anteriormente su confusión como prueba de
culpabilidad, se esforzaba en su interior en aparentar valor. Cuando entró en la sala,
miró en torno suyo y descubrió enseguida dónde estábamos sentados nosotros. Una
lágrima le enturbió la mirada al vernos; pero se recobró inmediatamente, y una
expresión de doloroso afecto pareció confirmar su absoluta inocencia.
Empezó el juicio, y tras exponer el abogado los cargos contra ella, fueron
llamados varios testigos. Se combinaban en su contra una serie de hechos extraños
capaces de hacer vacilar a cualquiera que no tuviese una prueba de su inocencia como
la que yo poseía. Había estado fuera de casa la noche en que se cometió el asesinato,
y hacia el amanecer había sido vista por una vendedora del mercado, no lejos del
lugar donde más tarde encontraron el cuerpo sin vida del niño. La mujer le preguntó
qué hacía allí, pero ella tenía un aspecto muy extraño y se limitó a contestar de
manera confusa e ininteligible. Regresó a casa hacia las ocho, y cuando alguien le
preguntó dónde había pasado la noche, contestó que había estado buscando al niño,
inquiriendo con ansiedad si se sabía algo de él. Cuando le enseñaron el cadáver sufrió
un violento ataque de histeria, y tuvo que guardar cama varios días. A continuación le
enseñaron el retrato que una criada había encontrado en su bolsillo; y cuando
Elizabeth, con voz desfallecida, corroboró que era el mismo que, una hora antes de
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