Page 105 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
P. 105
que incluso esta última apelación a sus excelentes disposiciones y a su irreprochable
conducta estaba a punto de fallarle a la acusada y, muy agitada, pidió permiso para
dirigir la palabra al tribunal.
—Soy prima —dijo— de la desventurada criatura asesinada, o más bien hermana
suya, pues he sido educada por sus padres y he vivido con ellos desde el nacimiento
del niño, y aun mucho antes. Por tanto, puede que se juzgue inapropiado el que salga
yo a declarar en esta ocasión; pero viendo a un semejante a punto de perecer por la
cobardía de unos supuestos amigos, deseo que se me permita hablar, a fin de poder
decir lo que sé de su persona. Conozco bastante a la acusada. He vivido en la misma
casa con ella, una vez durante cinco años, y otra durante casi dos. En todo ese tiempo
me ha parecido la persona más amable y bondadosa del mundo. Cuidó de Madame
Frankenstein, mi tía, en su última enfermedad, con el mayor afecto y cuidado, y
después asistió a su propia madre durante su larga postración, de una manera que
causaba admiración en todos los que la conocían; después regresó a vivir a casa de mi
tío, donde es querida por toda la familia. Ella se sentía cálidamente unida al pobre
niño asesinado, y se comportaba con él como la madre más afectuosa. Por mi parte,
no vacilo en decir que, a pesar de todas las pruebas presentadas en su contra, creo y
confío en su perfecta inocencia. Nada pudo tentarla para cometer acción semejante;
en cuanto a la chuchería en la que se apoya la prueba principal, si de verdad la
hubiese querido, yo misma se la habría dado con gusto, por todo lo que la estimo y
valoro.
Un murmullo de aprobación acogió el sencillo y vehemente alegato de Elizabeth,
aunque provocado por su generosa intercesión y no por una disposición en favor de la
pobre Justine, hacia la que se volvió la indignación pública con renovada violencia,
culpándola de la más negra ingratitud. Ella misma lloró mientras hablaba Elizabeth;
pero no contestó. Mi propia agitación y angustia fueron extremas durante todo el
juicio. Creía en su inocencia; sabía que era inocente. ¿Sería capaz el demonio que
había matado a mi hermano (cosa que no dudaba ni un segundo), en su infernal
diversión, de arrastrar a esta inocente a la muerte y la ignominia? No podía soportar
el horror de mi situación; y cuando me di cuenta de que las voces populares y los
semblantes de los jueces habían sentenciado ya a mi desventurada víctima, salí
precipitadamente de la sala, presa de la mayor agonía. Las torturas de la acusada no
eran tan grandes como las mías; a ella la sostenía su inocencia, pero a mí los
colmillos del remordimiento me desgarraban el pecho, y no estaba dispuesto a
abandonar su presa.
Pasé la noche hundido en la mayor desdicha. Por la mañana acudí al tribunal;
tenía resecos los labios y la garganta. No me atrevía a formular la pregunta fatal; pero
me conocían, y el oficial adivinó la causa de mi visita. Ya se había efectuado la
votación; todas las balotas habían salido negras, y Justine había sido condenada.
No pretendo describir qué es lo que sentí entonces. Antes había experimentado
sentimientos de horror que he procurado plasmar en expresiones adecuadas; pero las
ebookelo.com - Página 105