Page 110 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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dentro de los muros de Ginebra me resultase demasiado fastidiosa. Ahora era libre. A
menudo, cuando el resto de la familia se había retirado ya a descansar, cogía el bote y
me pasaba horas enteras en el agua. Unas veces, con las velas desplegadas, me dejaba
llevar por el viento; otras, después de remar hacia el centro del lago, dejaba que la
embarcación siguiese su propio rumbo y me entregaba a melancólicas reflexiones. A
menudo me sentía tentado, cuando todo estaba en paz a mi alrededor, y era yo el
único ser que vagaba inquieto por aquel majestuoso y celestial escenario —salvo,
quizá, algún murciélago, o las ranas, cuyo áspero y discontinuo croar se oía
únicamente cuando me acercaba a la orilla—, a menudo, digo, me sentía tentado a
arrojarme al lago silencioso, para que las aguas se cerrasen sobre mí y terminasen mis
desdichas para siempre. Pero me contenía el pensar en la heroica y sufrida Elizabeth,
a quien amaba tiernamente, y cuya existencia estaba ligada a la mía. Pensaba también
en mi padre y en el hermano que me quedaba; ¿debía, con mi baja deserción, dejarles
indefensos y expuestos a la maldad del demonio que yo había soltado entre ellos?
En aquellos momentos lloraba amargamente y deseaba que me volviese otra vez
la paz al espíritu, solo para poder proporcionarles consuelo y felicidad. Pero no era
posible. El remordimiento me había aniquilado toda esperanza. Yo era el autor de
males que ya no tenían remedio, y vivía con el miedo constante de que el monstruo
que había creado perpetrara una nueva maldad. Tenía el vago presentimiento de que
no había terminado todo, y que cometería algún nuevo crimen que, por su enormidad,
borraría casi el recuerdo de los anteriores. En tanto tuviera algún ser querido detrás,
siempre habría lugar para el temor. No es posible calcular el odio que sentía yo hacia
este demonio. Cuando pensaba en él, los dientes me rechinaban, se me inflamaban los
ojos, y deseaba ardientemente destruir aquella vida que tan irreflexivamente había
infundido. Cada vez que pensaba en su maldad y sus crímenes, mi odio y mi deseo de
venganza rebasaban todos los límites de la moderación. Habría sido capaz de subir al
pico más alto de los Andes para precipitarle desde allí al fondo del abismo. Deseaba
verle otra vez, a fin de poder descargar todo mi odio sobre su cabeza, y vengar las
muertes de William y Justine.
Nuestra casa era la morada del dolor. La salud de mi padre se había resentido
seriamente con el horror de los recientes acontecimientos. Elizabeth se mostraba
triste y desalentada; ya no encontraba gusto a sus ocupaciones ordinarias; toda
satisfacción le parecía un sacrilegio para con los muertos; la eterna aflicción y las
lágrimas, pensaba, eran el justo tributo que ella debía rendir a la inocencia arruinada
y destruida de este modo. Ya no era feliz la criatura que en su primera juventud
vagaba conmigo por las orillas del lago y hablaba con éxtasis de nuestros planes
futuros. La había visitado el primero de los sufrimientos que vienen a arrebatarnos de
la tierra, y su sombría influencia había apagado su más encantadora sonrisa.
—Cuando pienso, mi querido primo —decía—, en la desventurada muerte de
Justine Moritz, no veo ya el mundo y sus obras como antes me parecían. Antes, las
historias sobre la maldad y la injusticia que leía en los libros o escuchaba de otros se
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