Page 111 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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me antojaban consejas de tiempos remotos o males imaginarios; al menos, eran
antiguos y más familiares a la razón que a la imaginación; pero ahora la desgracia ha
llegado a nuestra casa, y los hombres me parecen monstruos sedientos de sangre. Sin
embargo, sé que soy injusta. Todo el mundo creía que la pobre muchacha era
culpable, y de haber cometido el crimen por el que la condenaron, sin duda habría
sido la más depravada de las criaturas humanas. ¡Asesinar por unas joyas al hijo de su
benefactora y amiga, a un niño al que ella misma había cuidado desde su nacimiento,
y al que parecía querer como si fuese suyo propio! No puedo admitir que se castigue
con la muerte a ningún ser humano; aunque, ciertamente, habría juzgado que tal
criatura era indigna de vivir en la sociedad de los hombres. Pero era inocente. Sé,
siento que era inocente; tú eres de la misma opinión, y eso confirma mi creencia.
¡Ay!, Victor, cuando la falsedad puede adoptar la apariencia de verdad, ¿quién puede
estar seguro de alcanzar alguna felicidad? Siento como si caminara por el borde de un
precipicio, hacia el que se agolpan miles de personas y pugnan por arrojarme al
abismo. William y Justine han sido asesinados, pero el homicida ha escapado; anda
libre por el mundo, y quizá es respetado; sin embargo, aunque me condenasen a sufrir
en el cadalso el castigo de sus crímenes, no cambiaría mi suerte por la de ese
desdichado.
Escuché este discurso con extrema agonía. Yo, no por el acto sino por el efecto,
era el verdadero homicida. Elizabeth leyó la angustia en mi semblante y, tomándome
la mano dulcemente, dijo:
—Mi queridísimo amigo, debes serenarte. Dios sabe cuán profundamente estos
acontecimientos me han afectado; pero no me siento tan desdichada como tú. Hay en
tu semblante una expresión de desesperación, y a veces de venganza, que me hace
temblar. Querido Victor, desecha esas pasiones tenebrosas. Recuerda a los amigos
que te rodean, y que cifran en ti todas sus esperanzas. ¿Hemos perdido el poder de
hacerte feliz? ¡Ah! Mientras nos amemos, mientras seamos sinceros los unos con los
otros, aquí en esta tierra de paz y de belleza que es nuestro país natal, podremos
cosechar toda serena bienaventuranza… ¿Qué puede turbar nuestra paz?
¿Acaso no bastaban estas palabras, dichas por aquella a quien estimaba por
encima de todo otro don de la fortuna, para alejar al enemigo que acechaba en mi
corazón? Mientras hablaba, me acerqué a ella, como con temor, no fuera a venir el
destructor en ese mismo instante y arrebatarme de su lado.
Así, la ternura de la amistad, ni la belleza de la tierra o del cielo, podían redimir
mi alma del dolor; los mismos acentos del amor carecían de efecto. Me sentía
envuelto por una nube que ninguna influencia benefactora era capaz de penetrar. El
ciervo herido arrastrando sus patas desfallecientes hacia algún matorral inexplorado
para mirarse allí la flecha que lleva clavada, y morir…, no era sino mi propia imagen.
Unas veces podía ver la negra desesperación que me abrumaba; pero otras, el
torbellino de pasiones de mi alma me empujaba a buscar algún alivio a mis
insoportables sentimientos en el ejercicio físico y el cambio de lugar. Durante uno de
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