Page 107 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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no ha hecho más que acosarme; me ha amenazado una y otra vez, hasta que casi
empezaba a creer que soy el monstruo que decía. Me amenazaba con la excomunión
y el fuego del infierno en mis últimos momentos si seguía obstinada. Señora, yo no
tenía a nadie que me apoyase; todos me miraban como a una desdichada, condenada a
la ignominia y la perdición. ¿Qué podía hacer? En un momento de flaqueza, suscribí
una mentira; y ahora me siento verdaderamente miserable.
Calló, sollozando, y luego prosiguió:
—Pensé con horror, mi bondadosa señora, en la posibilidad de que creyera que su
Justine, a la que su bendita tía había estimado tanto y a la que usted tanto amaba, era
capaz de un crimen que nadie sino el propio demonio podía haber perpetrado.
¡Querido William! ¡Querido y bendito niño! Pronto me reuniré contigo en el cielo,
donde todos seremos felices; eso es lo que me consuela, yendo como voy a sufrir la
ignominia y la muerte.
—¡Oh, Justine! Perdóname por haber dudado un instante de ti. ¿Por qué
confesaste? Pero no llores, mi querida muchacha. No temas. Yo proclamaré, yo
probaré tu inocencia. Yo ablandaré los duros corazones de tus enemigos con mis
lágrimas y mis súplicas. ¡No morirás! ¡Tú, mi amiga de juegos, mi compañera, mi
hermana, morir en el Cadalso! ¡No! ¡No! Jamás sobreviviría yo a tan horrible
desventura.
Justine movió tristemente la cabeza.
—No tengo miedo a morir —dijo—; ese dolor ya ha pasado. Dios me ayuda en
mi debilidad y me da fuerzas para soportar lo peor. Dejo un mundo triste y amargo; y
si usted me recuerda y piensa en mí como en un ser injustamente condenado, me
resignaré al destino que me aguarda. Aprenda de mí, señora, a someterse con
paciencia a la voluntad del cielo.
Durante esta conversación, yo me había retirado a un rincón de la celda, a fin de
ocultar la horrible angustia que me dominaba. ¡Desesperación! ¿Quién se atrevía a
hablar de eso? La pobre víctima, que por la mañana debía trasponer la espantosa
frontera entre la vida y la muerte, no sentía, como yo, tan profunda y amarga agonía.
Me rechinaban los dientes, y los apreté, dejando escapar un gemido que me brotó de
lo más hondo del alma. Justine se sobresaltó. Cuando vio quién era, se acercó a mí y
dijo:
—Mi querido señor, es muy bondadoso al visitarme; espero que no me creerá
culpable, ¿verdad?
No pude contestar.
—No, Justine —dijo Elizabeth—; él está más convencido de tu inocencia que yo
misma, pues aun después de saber que habías confesado, no lo ha creído.
—Se lo agradezco de corazón. En estos últimos momentos siento la más sincera
gratitud hacia aquellos que piensan en mí con bondad. ¡Cuán dulce es para una
desdichada como yo recibir el afecto de otros! Eso me quita más de la mitad de mi
desventura, y siento como si pudiera morir en paz, ahora que usted, mi querida
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