Page 106 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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palabras  no  pueden  transmitir  una  idea  de  la  angustiosa  desesperación  que  me
           embargó  en  aquel  momento.  La  persona  que  me  dio  la  noticia  añadió  que  Justine
           había confesado ya su culpa.
               —Casi no hacía falta esa confesión —añadió— en un caso tan evidente, pero me

           alegro; por supuesto, a ninguno de nuestros jueces le gusta condenar a un criminal
           valiéndose de pruebas circunstanciales, aun cuando sean tan decisivas.
               Esta era una extraña e inesperada novedad; ¿qué podía significar? ¿Me habrían
           engañado mis ojos? ¿Estaba yo verdaderamente tan loco como todo el mundo me iba

           a creer si revelaba el motivo de mis sospechas? Regresé apresuradamente a casa, y
           Elizabeth me preguntó ansiosa cuál había sido el fallo.
               —Prima querida —repliqué—, el que cabía esperar; los jueces prefieren condenar
           a diez inocentes antes que soltar a un culpable. Pero ella ha confesado.

               Este  fue  un  tremendo  golpe  para  la  pobre  Elizabeth,  que  había  confiado
           firmemente en la inocencia de Justine.
               —¡Ay! —dijo—. ¿Cómo voy a creer nunca más en la bondad humana? ¿Cómo ha
           podido fingir Justine, a quien amaba y estimaba como a una hermana, esas sonrisas

           de inocencia, solo para traicionar? Sus dulces ojos parecían incapaces de severidad ni
           de engaño; y, sin embargo, ha cometido un crimen.
               Poco después supimos que la pobre víctima había manifestado deseos de ver a
           Elizabeth. Mi padre no quería que fuese, pero dijo que dejaba a su propio criterio y

           sentimientos tal decisión.
               —Sí —dijo Elizabeth—; iré, aunque sea culpable; y tú, Victor, me acompañarás;
           no puedo ir sola.
               La idea de esta visita suponía una tortura para mí, pero no me podía negar.

               Entramos en la oscura celda de la prisión y encontramos a Justine sentada en un
           montón de paja, en el último rincón; tenía las manos esposadas y la cabeza apoyada
           sobre las rodillas. Se levantó al vernos entrar; y cuando nos dejaron a solas con ella,

           se arrojó a los pies de Elizabeth, sollozando amargamente. Mi prima también lloró.
               —¡Oh, Justine! —dijo—. ¿Me has robado el último consuelo? Yo confiaba en tu
           inocencia  y,  aunque  entonces  estaba  muy  apenada,  no  sentía  el  dolor  que  siento
           ahora.
               —¿Y  cree  que  soy  muy  muy  malvada?  ¿Se  ha  unido  a  mis  enemigos  para

           aplastarme y condenarme como una asesina? —los sollozos le ahogaron la voz.
               —Levanta, mi pobre muchacha —dijo Elizabeth—; ¿por qué te arrodillas si eres
           inocente? No estoy con tus enemigos; yo creía en tu inocencia, a pesar de todas las

           pruebas, hasta que me dijeron que tú misma te habías confesado culpable. Dices que
           esa declaración es falsa; pues ten la seguridad, Justine, de que nada sino tu propia
           confesión me hará perder la confianza en ti un solo instante.
               —He confesado, pero he confesado una mentira. Lo he hecho a fin de obtener la
           absolución;  pero  ahora  la  falsedad  pesa  en  mi  corazón  más  que  todos  los  demás

           pecados. ¡Que el Dios del cielo me perdone! Desde que me condenaron, el capellán



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