Page 109 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo IX
Nada hay tan doloroso para el espíritu humano, tras la excitación que provoca la
rápida sucesión de los acontecimientos, como esa calma mortal de apatía y
certidumbre que la sigue, y priva al alma de toda esperanza y temor. Justine había
muerto; ella descansaba y yo seguía vivo. La sangre fluía libremente por mis venas,
pero un peso de desesperación y remordimiento que nada podía aliviar me agobiaba
el corazón. El sueño huía de mis ojos; yo vagaba como un espíritu maligno, pues
había cometido acciones indeciblemente horribles, y (estaba convencido) aún
cometería más, muchas más. Sin embargo, mi corazón rebosaba la benevolencia y el
amor por la virtud. Había empezado la vida henchido de buenos propósitos, y ansiaba
que llegase el momento de llevarlos a la práctica y hacerme útil a mis semejantes.
Ahora, todo se ha venido abajo; en vez de la serenidad de conciencia que me
permitiría mirar el pasado con satisfacción y extraer de él la promesa de nuevas
esperanzas, me sentía atenazado por el remordimiento y el sentimiento de culpa, que
me arrastraban a un infierno de torturas imposible de describir con palabras.
Este estado espiritual minó mi salud, que quizá no se habría recuperado
enteramente de la primera conmoción sufrida. Evitaba enfrentarme con el rostro de
los hombres; todo cuanto sonaba a alegría y complacencia era un suplicio para mí; mi
único consuelo era la soledad: la profunda, oscura y mortal soledad.
Mi padre observó con dolor la perceptible alteración de mi talante y de mis
hábitos; y, con argumentos que le inspiraban su conciencia serena y su vida
intachable, se esforzaba por infundirme fortaleza y despertar en mí el valor suficiente
para disipar la negra nube que ensombrecía mi vida.
—¿Crees, Victor —dijo—, que yo no sufro también? Nadie puede querer a un
hijo como yo quería a tu hermano —las lágrimas asomaron a sus ojos mientras
hablaba—; pero ¿no es un deber de los que sobreviven procurar no aumentar la
aflicción con una inmoderada manifestación de pesar? También es deber para contigo
mismo; pues el excesivo dolor impide la superación y la alegría, e incluso el
cumplimiento de las obligaciones diarias, sin las cuales ningún hombre está
capacitado para vivir en sociedad.
Este consejo, aunque bueno, era totalmente inaplicable en mi caso; habría sido el
primero en ocultar mi aflicción y consolar a mi familia si el remordimiento no
hubiese mezclado su amargura, y el terror su alarma, al resto de mis sentimientos.
Ahora, solo pude contestar a mi padre con una mirada de desesperación, y procuré
evitar su presencia.
Hacia aquellas fechas fuimos a vivir a nuestra casa de Belrive. Este cambio fue
particularmente grato para mí. El hecho de que cerrasen las puertas a las diez, y la
imposibilidad de permanecer en el lago después de esa hora, habían hecho que la vida
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