Page 114 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo X








           El día siguiente lo pasé recorriendo el valle. Estuve en las fuentes del Ankiron, que
           toman sus aguas de un glaciar que desciende lento desde la cima de los montes hasta
           la barrera del valle. Delante tenía las abruptas laderas de unas montañas inmensas; la
           muralla helada del glaciar se alzaba imponente por encima de mí; no lejos, se veían

           algunos pinos destrozados, y tan solo turbaba el solemne silencio de esta sala gloriosa
           de la naturaleza el alboroto de las aguas, la caída de algún enorme fragmento, el ruido
           atronador de los aludes o el crujido, multiplicado por el eco de las montañas, del hielo
           acumulado  que,  merced  a  la  acción  silenciosa  de  leyes  inmutables,  se  hendía  y

           desgarraba de cuando en cuando como un juguete en manos de ellas. Estos escenarios
           sublimes y magníficos me proporcionaron el mayor consuelo que podía recibir. Me
           elevaron por encima de toda mezquindad de sentimientos y, aunque no borraron mi
           dolor, lo dulcificaron y mitigaron. En cierto modo, también, apartaron mi atención de

           aquellos  pensamientos  que  me  habían  atormentado  durante  el  mes  anterior.  Por  la
           noche  me  retiré  a  descansar;  mis  sueños,  por  así  decir,  fueron  custodiados  y
           administrados  por  grandiosas  moles  que  había  contemplado  durante  el  día.  A  mi
           alrededor se congregaron los picos de nieve inmaculada, el pináculo espléndido, los

           bosques de pinos y el barranco pelado y abrupto, el águila remontándose entre las
           nubes…; todo acudía a mi lado para llenarme de paz.
               ¿Adónde  huyó  cuando  desperté  a  la  mañana  siguiente?  Todo  cuanto  me  había
           traído algún aliento se había disipado con el sueño, y una honda tristeza ensombreció

           mis pensamientos. La lluvia caía a torrentes y espesas nubes ocultaban la cima de los
           montes,  de  forma  que  dejé  de  ver  las  caras  de  aquellos  amigos  poderosos.  No
           obstante, traspasaría aquel velo de nubes e iría a visitarlos en sus brumosos refugios.
           ¿Qué me importaban la lluvia y la tormenta? Me trajeron la mula hasta la puerta, y

           decidí  subir  hasta  la  cima  del  Montvert.  Recordaba  la  impresión  que  me  había
           producido la primera vez que vi el tremendo glaciar, perpetuamente en movimiento.
           Me había llenado de un inefable éxtasis que daba alas al alma, y le permitía elevarse
           de este mundo oscuro, hacia la luz y la alegría. La visión de lo tremendo y lo sublime

           en  la  naturaleza,  efectivamente,  me  había  producido  siempre  una  impresión  de
           solemnidad  en  el  espíritu  que  me  hacía  olvidar  los  cuidados  pasajeros  de  la  vida.
           Decidí ir sin guía, ya que el sendero me era bastante familiar, y la presencia de otro
           podía anular la solitaria grandeza del paisaje.

               La subida es empinada, y el sendero está cortado en continuas y breves revueltas
           que  permiten  vencer  la  perpendicularidad  de  la  montaña.  El  panorama  es
           terriblemente desolado. En todas partes pueden verse las huellas de los aludes del
           invierno: árboles derribados y esparcidos por el suelo, unos enteramente destrozados,

           otros tumbados, apoyados contra las rocas salientes o atravesados sobre otros árboles.


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