Page 119 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XI








           Apenas recuerdo los primeros momentos de mi vida; todos los acontecimientos de
           ese período me resultan confusos e indistintos. Una extraña multitud de sensaciones
           se  apoderó  de  mí:  veía,  tocaba,  oía  y  olía  al  mismo  tiempo;  y  tardé  mucho,
           efectivamente,  en  aprender  a  diferenciar  las  funciones  de  mis  distintos  sentidos.

           Recuerdo que una luz me iba oprimiendo cada vez más los nervios, hasta que me vi
           obligado  a  cerrar  los  ojos.  Entonces  me  envolvió  la  oscuridad  y  me  turbó;  pero
           apenas había experimentado esto, abrí los ojos, supongo yo ahora, y me inundó la luz
           otra vez. Creo que caminé y descendí; pero poco después tuve conciencia de un gran

           cambio  en  mis  sensaciones.  Antes,  me  habían  rodeado  cuerpos  oscuros  y  opacos,
           insensibles al tacto y la vista; pero ahora descubrí que podía moverme en libertad, sin
           que hubiese obstáculos que no pudiese superar o evitar. La luz se hizo cada vez más
           opresiva; y como el calor me fatigaba al caminar, busqué un sitio en sombra donde

           poder cobijarme. Lo encontré en el bosque próximo a Ingolstadt; me tumbé junto a un
           arroyo, a descansar mi fatiga, hasta que me sentí acuciado por el hambre y la sed.
           Esto me despertó del estado casi letárgico en que estaba, y comí algunas bayas que
           colgaban de los árboles o yacían en el suelo. Apagué la sed en el arroyo; me eché

           después, y el sueño me venció.
               Era de noche cuando desperté; tenía frío, y medio me asusté instintivamente, por
           así  decir,  al  verme  tan  solo.  Antes  de  abandonar  tu  aposento,  impulsado  por  una
           sensación de frío, me había cubierto con algunas ropas; pero eran insuficientes para

           protegerme  del  rocío  de  la  noche.  Me  sentía  pobre,  desamparado,  miserable,
           desdichado;  no  sabía  ni  podía  distinguir  nada;  pero  un  sentimiento  de  dolor  me
           invadió por completo; me senté y lloré.
               Al  poco  tiempo,  surgió  en  los  cielos  una  luz  que  me  produjo  una  sensación

           placentera. Me levanté de un salto y vi una forma radiante que se elevaba entre los
           árboles. Me quedé mirándola con una especie de asombro. Se desplazaba lentamente,
           pero iluminaba el camino; y salí de nuevo en busca de bayas. Aún tenía frío, cuando
           debajo de un árbol encontré una capa enorme con la que me cubrí, y me senté en el

           suelo. En mi mente no había una sola idea clara; todo era confuso. Sentía la luz y el
           hambre y la sed y la oscuridad; en mis oídos sonaban innumerables ruidos, y de todas
           partes me llegaban olores distintos; el único objeto que podía distinguir era una luna
           esplendorosa, y en ella fijaba los ojos con placer.

               Transcurrieron  varios  cambios  de  días  y  noches,  y  el  orbe  nocturno  había
           menguado ya mucho, cuando empecé a diferenciar unas sensaciones de otras. Poco a
           poco,  fui  distinguiendo  con  claridad  la  corriente  cristalina  que  me  proporcionaba
           bebida y los árboles que me protegían con su follaje. Me encantó descubrir que un

           sonido agradable, que a menudo recreaba mis oídos, provenía de la garganta de los


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