Page 115 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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El sendero, a medida que sube, está cortado por barrancos de nieve, por donde ruedan
           a  cada  instante  las  piedras  que  se  desprenden  de  lo  alto;  uno  de  ellos  es
           particularmente peligroso, ya que el más leve ruido, unas palabras en voz alta tan
           solo, provoca en el aire una conmoción suficiente para precipitar la destrucción sobre

           la  cabeza  del  hablante.  Los  pinos  no  son  altos  ni  frondosos,  pero  son  sombríos  y
           añaden un matiz de severidad al escenario. Miré el valle de abajo; de los ríos que lo
           recorrían  se  elevaban  inmensas  nieblas  que  se  enroscaban  con  espesos  festones
           alrededor  de  las  montañas  que  tenía  enfrente,  cuyas  cimas  ocultaban  nubes

           uniformes, mientras la lluvia caía del cielo tenebroso y aumentaba la melancolía de
           los  objetos  que  me  rodeaban.  ¡Ay!  ¿Por  qué  se  jacta  el  hombre  de  sensibilidades
           superiores a las del bruto? Ello no hace sino someterle más a la necesidad. Si nuestros
           impulsos se redujesen al hambre, a la sed y al deseo, casi seríamos libres; en cambio,

           así nos mueve cualquier soplo de viento, cualquier palabra casual, o la idea que esa
           palabra puede transmitir.



               Descansamos, y un sueño puede envenenar nuestro descanso.
               Despertamos, y un pensamiento fugaz corrompe el día.
               Sentimos, concebimos, razonamos; reímos o lloramos,

               abrazamos con pasión el dolor; desechamos los cuidados;
               da igual: pues ya sea el gozo o el dolor;
               el sendero de su marcha aún está libre.
               El ayer del hombre jamás será como el mañana;

               ¡nada dura salvo la propia mutabilidad!



               Era casi mediodía cuando coroné la ascensión. Permanecí sentado un rato en la
           roca que domina el mar de hielo. Una bruma lo envolvía, al igual que a las montañas
           vecinas. Luego, la brisa disipó la nube, y descendí al glaciar. La superficie es muy
           desigual, y ya se alza como las olas de un mar encrespado, o desciende, salpicada de

           grietas que se hunden profundamente. El campo de hielo tiene alrededor de una legua
           de anchura, pero tardé casi dos horas en cruzarlo. La montaña del otro extremo es una
           roca  pelada  y  perpendicular.  Desde  donde  estaba  yo,  el  Montvert  se  encontraba
           exactamente al lado opuesto, a una legua de distancia; y por encima se alzaba el Mont

           Blanc  con  imponente  majestuosidad.  Me  detuve  en  una  oquedad  de  la  roca  a
           contemplar este escenario maravilloso e impresionante. El mar, o más bien el vasto
           río  de  hielo,  serpeaba  entre  sus  montañas  tributarias,  cuyas  elevadas  cumbres  se
           alzaban por encima del vacío de los valles. Los picos, helados y resplandecientes,

           brillaban al sol por encima de las nubes. Mi corazón, antes afligido, se inundó ahora
           de un sentimiento de gozo, y exclamé:
               —¡Espíritus  errabundos,  si  es  que  efectivamente  vagáis  y  no  descansáis  en
           vuestros  lechos  angostos,  permitidme  esta  débil  felicidad,  o  tomadme  como

           compañero y llevadme lejos de los goces de la vida!


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