Page 98 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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cerrado ya las puertas de la ciudad, y me vi obligado a pasar la noche en Secheron,
           pueblecito que distaba media legua de la ciudad. El cielo estaba sereno; y puesto que
           me sentía incapaz de descansar, decidí visitar el lugar donde el pobre William había
           sido asesinado. No pudiendo atravesar el pueblo, tuve que cruzar el lago en barca

           para llegar a Plainpalais. Durante este corto trayecto vi cómo jugaban los relámpagos
           en la cumbre del Mont Blanc, trazando las más hermosas figuras. La tormenta parecía
           aproximarse  rápidamente;  al  saltar  a  tierra,  subí  a  una  colina,  desde  donde  podía
           observar su avance. Se acercaba deprisa; el cielo se encapotó; no tardé en sentir la

           lluvia  cayendo  en  grandes  goterones  espaciados,  pero  su  violencia  aumentó
           rápidamente.
               Abandoné el lugar donde me había sentado y seguí andando, aunque la oscuridad
           y  la  tormenta  aumentaban  por  momentos  y  los  truenos  estallaban  con  un  terrible

           estampido sobre mi cabeza. Se oía retumbar el eco en el Salève, el Jura y los Alpes de
           Saboya; los lívidos resplandores de los relámpagos me cegaban la vista iluminando el
           lago  y  haciéndolo  brillar  como  una  inmensa  lámina  de  fuego;  luego,  durante  un
           instante, todo parecía sumirse en una oscuridad impenetrable y los ojos se recobraban

           del  relámpago  anterior.  La  tormenta,  como  ocurre  con  frecuencia  en  Suiza,  había
           surgido a la vez desde distintos sectores del cielo. Su mayor violencia se concentraba
           exactamente  en  el  norte  de  la  ciudad,  sobre  la  parte  del  lago  situada  entre  el
           promontorio de Belrive y el pueblo de Còpet. Entretanto, otra tormenta iluminaba el

           Jura con débiles relámpagos, y otra entenebrecía y desvelaba a intervalos la Mòle,
           montaña puntiaguda al este del lago.
               Mientras  contemplaba  la  tempestad,  hermosa  pero  terrible,  seguí  andando  con
           paso rápido. Esta noble guerra que se desarrollaba en el cielo me elevaba el ánimo;

           junté las manos y exclamé:
               —¡William, mi querido ángel! ¡Este es tu funeral, este es tu réquiem!
               Al  pronunciar  estas  palabras  vislumbré  en  la  oscuridad  una  figura  que  se

           deslizaba furtivamente por detrás de un grupo de árboles que había cerca de mí; me
           quedé  inmóvil,  mirando  intensamente;  no  podía  equivocarme.  El  resplandor  de  un
           relámpago iluminó aquel bulto y me reveló su figura con toda nitidez; su estatura
           gigantesca, y la deformidad de su aspecto, más horrendo del que puede asumir un ser
           humano,  me  hicieron  comprender  que  se  trataba  del  desdichado,  del  repugnante

           demonio al que yo había dado vida. ¿Qué hacía allí? ¿Sería acaso (me estremecí ante
           tal idea) el asesino de mi hermano? No bien me hubo cruzado tal pensamiento por la
           imaginación, tuve la seguridad de que así era; me rechinaron los dientes, y me vi

           obligado  a  apoyarme  contra  un  árbol  para  sostenerme.  La  figura  me  adelantó
           rápidamente,  y  se  perdió  en  la  negrura.  Nadie  que  fuese  humano  podría  haber
           destruido a aquel hermoso niño. ¡Él era el asesino! No me cabía ninguna duda. La
           mera presencia de tal idea era prueba irrefutable de su veracidad. Pensé perseguir al
           demonio, pero habría sido inútil, pues otro relámpago me lo reveló encaramado entre

           los peñascos casi perpendiculares del Salève, montaña que bordea Plainpalais por el



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