Page 95 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo VII








           Al llegar, encontré la siguiente carta de mi padre:



           Mi querido Victor:


               Probablemente habrás esperado con impaciencia carta mía indicándote la fecha de
           tu  regreso  a  casa:  al  principio  estuve  tentado  de  escribirte  solo  unas  líneas,
           anunciándote  meramente  cuándo  debías  llegar.  Pero  eso  habría  sido  una  cruel
           amabilidad, así que no me he atrevido. ¿Cuál no habría sido tu sorpresa, hijo mío, si

           esperando una feliz y gozosa acogida, te hubieses encontrado, al contrario, con estas
           lágrimas y este dolor? ¿Cómo podré relatarte, Victor, nuestra desventura? La ausencia
           no  puede  haberte  vuelto  insensible  a  nuestros  gozos  y  aflicciones;  así  que,  ¿cómo
           podría  yo  ahorrar  sufrimientos  a  mi  hijo  durante  tanto  tiempo  ausente?  Quiero

           prepararte para las dolorosas noticias, pero sé que es imposible; imagino tu mirada
           deslizándose por la página, buscando las palabras que te traen tan horribles nuevas.
               ¡William ha muerto! ¡El hijito querido cuyas sonrisas me llenaban el corazón de
           alegría, que era tan afable y tan vivo, Victor, ha sido asesinado!

               No quiero tratar de consolarte, sino de relatarte simplemente las circunstancias
           del suceso.
               El jueves pasado (7 de mayo) fuimos Elizabeth, tus dos hermanos y yo a pasear
           por Plainpalais. La tarde era cálida y serena, y prolongamos nuestro paseo más de lo

           acostumbrado.  Había  empezado  a  oscurecer  antes  de  que  decidiéramos  regresar,
           cuando nos dimos cuenta de que Ernest y William, que iban delante, no aparecían por
           ningún lado. Así que nos sentamos a descansar hasta que regresaran. A Poco después
           llegó  Ernest  y  preguntó  si  habíamos  visto  a  su  hermano;  dijo  que  había  estado

           jugando  con  él,  que  William  había  echado  a  correr  para  ocultarse,  y  que  le  había
           estado buscando; después le había esperado un buen rato, pero en vano.
               Esta  noticia  nos  alarmó  un  poco,  y  seguimos  buscándole  hasta  que  se  hizo  de
           noche; entonces Elizabeth sugirió que tal vez había regresado a casa. No estaba allí.

           Volvimos nuevamente con antorchas, ya que no podíamos descansar, pensando que
           mi querido hijito se había extraviado y estaba expuesto a la humedad y el relente de
           la noche; Elizabeth estaba enormemente angustiada. Hacia las cinco de la madrugada
           descubrimos  a  nuestro  amado  William,  a  quien  la  tarde  anterior  habíamos  visto

           rebosante de vida y salud, tendido en la hierba, lívido, inmóvil; tenía en el cuello las
           huellas de los dedos del asesino.
               Lo llevaron a casa, y la angustia que reflejaba mi semblante delató el secreto a
           Elizabeth.  Se  empeñó  en  ver  el  cadáver.  Al  principio  traté  de  impedírselo,  pero

           insistió; entró en la habitación donde yacía y, tras examinar apresuradamente el cuello


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