Page 79 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo IV








           A partir de aquel día, la filosofía natural, y especialmente la química, en el sentido
           más amplio del término, se convirtieron en mi única ocupación. Leí con ardor las
           obras,  tan  llenas  de  genio  y  de  discernimiento,  que  los  investigadores  han  escrito
           sobre estas materias. Asistí a las clases y cultivé la amistad de los hombres de ciencia

           de la universidad, descubriendo incluso en M. Krempe un gran sentido común y unos
           conocimientos  auténticos  que,  si  bien  se  combinaban  con  una  fisonomía  y  unos
           modales repulsivos, no eran por ello menos valiosos. En M. Waldman encontré a un
           verdadero amigo. Su afabilidad jamás estuvo teñida de dogmatismo, e impartía sus

           enseñanzas con un aire de franqueza y de bondad natural que disipaba toda sombra de
           pedantería. De mil maneras me allanó el camino del saber y me aclaró las cuestiones
           más  abstrusas,  haciéndolas  asequibles  a  mi  comprensión.  Mi  aplicación  era  al
           principio vacilante e insegura, aunque fue ganando fuerza a medida que progresaba; y

           no  tardé  en  volverme  tan  ardiente  y  apasionado  que  a  menudo  desaparecían  las
           estrellas con la luz de la mañana, mientras yo seguía absorto en mi laboratorio.
               Al entregarme con tanto interés, se comprende que mis progresos fueran rápidos.
           En efecto, mi ardor causaba asombro entre mis compañeros, y mi capacidad entre mis

           superiores.  El  profesor  Krempe  me  preguntaba  a  menudo,  con  sonrisa  maliciosa,
           cómo iba Cornelio Agrippa, mientras que M. Waldman manifestaba la más sincera
           alegría por mis progresos. Así transcurrieron dos años, durante los cuales no fui una
           sola vez a Ginebra, sino que me consagré en alma y vida a la consecución de ciertos

           descubrimientos  que  esperaba  realizar.  Nadie  sino  aquellos  que  las  han
           experimentado  pueden  imaginar  las  seducciones  de  la  ciencia.  En  los  estudios  se
           puede llegar hasta donde han llegado los demás, y nada hay más allá; pero en una
           investigación  científica  hay  continuamente  terreno  para  el  descubrimiento  y  el

           asombro. Una inteligencia de mediana capacidad, consagrada a un estudio concreto,
           debe alcanzar infaliblemente una gran competencia en dicho campo; por lo que yo,
           constantemente  dedicado  a  la  consecución  de  un  objetivo  e  inmerso  solo  en  él,
           progresé  tan  rápidamente  que  al  cabo  de  dos  años  efectué  ciertos  descubrimientos

           para el perfeccionamiento de determinados instrumentos químicos que me granjearon
           gran  estima  y  admiración  en  la  universidad.  Al  llegar  a  este  punto,  y  cuando  ya
           dominaba la teoría y la práctica de la filosofía natural que impartían los profesores de
           Ingolstadt, y mi permanencia no me reportaba perfeccionamiento alguno, por lo cual

           andaba pensando en regresar a mi ciudad natal con mis amigos, ocurrió un incidente
           que me hizo prolongar mi estancia.
               Uno de los fenómenos que habían atraído especialmente mi interés era el de la
           estructura del cuerpo humano, así como la de todo animal dotado de vida. ¿De dónde,

           me preguntaba a menudo, procedía el principio vital? Era una pregunta atrevida, cuya


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