Page 76 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Tuve tiempo suficiente para estas y otras muchas reflexiones durante el viaje a
           Ingolstadt, que fue largo y fatigoso. Finalmente mis ojos descubrieron el alto y blanco
           campanario de la ciudad. Descendí y fui conducido a un aposento solitario para pasar
           la noche como gustara.

               A la mañana siguiente entregué mis cartas de presentación y visité a algunos de
           los principales profesores. El azar —o más bien la influencia maligna, el Ángel de la
           Destrucción, que hizo valer su dominio omnipotente sobre mí desde el momento en
           que mis pasos renuentes se alejaron de la casa de mi padre— me llevó en primer

           lugar a M. Krempe, profesor de filosofía natural. Era un hombre rudo, pero profundo
           conocedor  de  los  secretos  de  su  ciencia.  Me  hizo  varias  preguntas  acerca  de  mi
           preparación  en  las  distintas  ramas  de  la  filosofía  natural.  Contesté
           despreocupadamente; y con cierto desdén cité los nombres de mis alquimistas como

           los autores que más había estudiado. El profesor me miró con atención:
               —¿Es  posible  —dijo—  que  haya  malgastado  usted  el  tiempo  estudiando  esas
           tonterías?
               Contesté que sí.

               —Cada  minuto  —prosiguió  M.  Krempe  con  calor—,  cada  instante  que  ha
           dedicado  usted  a  esos  libros,  ha  sido  absoluta  y  totalmente  desperdiciado.  Se  ha
           cargado la memoria de sistemas superados y de nombres inútiles. ¡Válgame Dios!
           ¿En qué desierto ha vivido usted, que nadie se ha dignado informarle de que esas

           extravagancias  que  tan  ávidamente  sorbía  tienen  ya  mil  años  y  están  mohosas  y
           anticuadas?  No  esperaba  encontrarme,  en  esta  época  ilustrada  y  científica,  con  un
           discípulo de Alberto Magno y de Paracelso. Mi querido señor, debe usted empezar
           sus estudios otra vez a partir de cero.

               Mientras así hablaba, se apartó, redactó una lista de libros sobre filosofía natural
           que deseaba que me procurase, y me despidió, anunciándome que a principios de la
           semana siguiente pensaba comenzar un curso de filosofía natural en sus relaciones

           generales, y que M. Waldman, colega suyo, hablaría de química en los días alternos
           que no le tocara a él.
               No  regresé  a  casa  decepcionado,  pues  como  he  dicho  ya,  desde  hacía  tiempo
           consideraba superados aquellos autores que el profesor desaprobaba; pero tampoco
           me sentía inclinado a volver a dichos estudios en ninguna de sus formas. M. Krempe

           era un hombre algo rechoncho, de voz ronca y semblante revulsivo, de modo que
           nada  en  él  consiguió  despertar  mi  interés.  En  términos  demasiado  filosóficos  y
           precipitados, quizá, he explicado las conclusiones a las que había llegado yo años

           antes.  De  niño  no  me  había  conformado  con  los  resultados  prometidos  por  los
           modernos  profesores  de  la  ciencia  natural.  Con  una  confusión  de  ideas  solo
           explicable  por  mi  extrema  juventud  y  mi  falta  de  guía  en  tales  materias,  había
           recorrido  las  etapas  del  saber  por  los  caminos  del  tiempo,  y  había  cambiado  los
           descubrimientos  de  las  recientes  investigaciones  por  los  sueños  de  los  alquimistas

           olvidados. Además, desdeñaba el empleo que se hacía de la moderna filosofía natural.



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