Page 71 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
P. 71
—¡Ah! ¡Cornelio Agrippa! Mi querido Victor, no malgastes el tiempo en esto; no
es más que un montón de tonterías.
Si en vez de hacer este comentario mi padre se hubiese molestado en explicarme
que los principios de Agrippa habían sido refutados en su totalidad y que se había
formulado un moderno sistema de ciencia con poderes muy superiores al antiguo, ya
que los de este eran quiméricos, mientras que los de aquel eran reales y prácticos,
entonces habría arrojado a un lado el libro de Agrippa y me habría conformado con
mi imaginación, que ya ardía en deseos de volver con renovado calor a mis estudios
anteriores. Incluso es posible que el curso de mis ideas no hubiera recibido nunca el
impulso fatal que me condujo a la ruina. Pero la mirada superficial que mi padre
había echado al libro no me garantizaba en absoluto que conociese su contenido; y
seguí leyendo con la mayor avidez.
Cuando regresé a casa, mi primer cuidado fue conseguir obras completas de este
autor; y después, de Paracelso y de Alberto Magno. Leí y estudié con placer las locas
fantasías de estos escritores; me parecían tesoros que muy pocos conocían, aparte de
mí. Me he descrito como una persona siempre llena de un anhelo ferviente por
penetrar los secretos de la naturaleza. A pesar del inmenso esfuerzo y los
maravillosos descubrimientos de los modernos filósofos, mis estudios me dejaban
siempre descontento e insatisfecho. Se cuenta que sir Isaac Newton decía que se
sentía como un niño cogiendo conchas junto al inmenso e inexplorado océano de la
verdad. Sus sucesores en cada rama de la filosofía natural que yo conocí parecían,
incluso a mi entendimiento juvenil, principiantes entregados al mismo pasatiempo.
El rústico campesino contemplaba los elementos que veía a su alrededor y se
familiarizaba con sus usos prácticos. El más instruido filósofo sabía poco más. Había
desvelado parcialmente el rostro de la Naturaleza, pero sus facciones inmortales aún
eran un prodigio y un misterio. Podía disecar, anatomizar y poner nombres; pero,
dejando aparte la causa final, las causas segundas y terceras eran absolutamente
desconocidas para él. Yo me había asomado a las murallas y obstáculos que parecían
impedir al hombre la entrada en la ciudadela de la naturaleza y, con irreflexión e
ignorancia, me había quejado.
Pero aquí estaban los libros y aquí los hombres que más profundamente habían
penetrado y sabían más. Acepté todo lo que afirmaban y me convertí en su discípulo.
Quizá parezca extraño que esto sucediese en el siglo XVIII, pero mientras seguía la
rutina de los cursos en los colegios de Ginebra, adquirí por mi propia cuenta una
sólida base en lo que se refería a mis estudios predilectos. Mi padre no era científico,
y me dejó que luchase con mi infantil ceguera y mi sed estudiantil de conocimientos.
Bajo la dirección de esto nuevos preceptores me lancé con la mayor diligencia a la
búsqueda de la piedra filosofal y el elixir de la vida; pero no tardó este último en
acaparar todo mi interés. La riqueza era un objetivo inferior; en cambio, ¡qué gloria
conseguiría si lograba desterrar la enfermedad del cuerpo humano, y volver al
hombre invulnerable a todo, salvo a la muerte violenta!
ebookelo.com - Página 71