Page 67 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
P. 67
frecuencia las casas de los pobres. Esto, para mi madre, era algo más que un deber;
constituía una necesidad, una pasión —recordado lo que había sufrido y cómo había
sido liberada—, hacer a su vez de ángel guardián de los afligidos. En uno de sus
paseos les llamó la atención, por su singular desolación, una pobre cabaña que había
en el fondo de un valle, mientras un montón de niños mal vestidos, allí cerca,
mostraban su miseria de manera patética. Un día en que mi padre se había ido a
Milán, mi madre fue a visitar dicha morada llevándome consigo. Encontró a un
labriego y a su mujer, trabajando afanosamente, agobiados por la necesidad y las
preocupaciones, distribuyendo una comida escasa entre cinco pequeñuelos
hambrientos. Entre ellos había una niña que atrajo la atención de mi madre más que
los demás. Parecía de estirpe diferente. Los otros eran cuatro atrevidos picaruelos de
ojos oscuros, mientras que ella era delgada y muy rubia. Su pelo era de un dorado
muy brillante, y a pesar de la pobreza de su ropa parecía que un halo de distinción
adornaba su cabeza. Tenía la frente ancha y despejada, limpios sus ojos azules, y los
labios y el óvalo de la cara de tan expresiva sensibilidad y dulzura que nadie habría
podido contemplarla sin creerla de especie distinta, un ser enviado del cielo, y
portador de un sello celestial en todas sus facciones.
La campesina, al observar que mi madre contemplaba con maravillada
admiración a esta niña adorable, se apresuró a contarle su historia. No era hija suya,
sino de un noble milanés. Su madre, alemana, había muerto en el parto. La criatura
había sido confiada a esta buena gente para que la cuidasen: entonces se encontraban
en mejor situación. Se habían casado hacía poco y acababa de nacerles el primer hijo.
El padre de la niña era uno de esos italianos educados en el recuerdo del antiguo
esplendor de Italia… uno de los schiavi ognor frementi, que se esforzaban en
conseguir la libertad de su país. Fue víctima de la debilidad de su patria. No se sabía
si había muerto o vivía aún en las mazmorras de Austria. Le habían confiscado sus
propiedades; su hija se había convertido en huérfana y pordiosera. Siguió viviendo
con el matrimonio que la había cuidado, y floreció en su tosca morada más bella que
una rosa de jardín entre las oscuras zarzas.
Cuando mi padre regresó de Milán encontró, jugando conmigo en el vestíbulo de
nuestra villa, a una criatura cuya mirada parecía irradiar luminosidad, y cuya figura y
movimientos eran más livianos que los de una gamuza de los montes. Enseguida se le
explicó esta aparición. Con su permiso, mi madre consiguió convencer a sus rústicos
guardianes para que le cediesen la custodia de la niña. Querían mucho a la preciosa
huerfanita. Su presencia había sido para ellos una bendición, pero comprendieron que
era una injusticia retenerla con ellos, en la pobreza y en la indigencia, cuando la
Providencia le brindaba tan poderosa protección. Consultaron con el sacerdote del
pueblo, y el resultado fue que Elizabeth Lavenza se convirtió en otra habitante de
nuestra casa, en mi más que hermana, en la hermosa y adorada compañera de todos
mis pasatiempos y alegrías.
Todo el mundo aprendió a querer a Elizabeth. El apasionado y casi reverente
ebookelo.com - Página 67