Page 66 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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meses el padre moría en sus brazos, dejándola huérfana y hundida en la miseria. Este
último golpe la venció; y estaba de rodillas junto al ataúd de Beaufort, sollozando
amargamente, cuando entró mi padre en la cámara. Llegó como un espíritu protector
para la pobre joven, que se puso en sus manos. Y él, después del entierro de su
amigo, la llevó a Ginebra, colocándola bajo los cuidados de una parienta. Dos años
después de esto, Caroline se convirtió en su esposa.
Había una gran diferencia de edad entre mis padres, pero esta circunstancia
pareció estrechar aún más los lazos de su afecto. Había un sentido de la justicia en el
recto espíritu de mi padre que le obligaba a tener muy alto el concepto de una persona
para amarla intensamente. Quizá en otro tiempo había sufrido un desengaño, y ahora
estaba dispuesto a conceder más valor a la mujer que demostrara merecerlo. En su
afecto por mi madre manifestaba una adoración y una gratitud que lo hacían
completamente distinto de la inclinación decadente de la senectud, pues estaba
inspirado por el respeto a sus virtudes, y el deseo de compensarla, en cierto modo, de
los sufrimientos que había soportado, lo que daba una gracia inefable a su
comportamiento para con ella. Todo se hacía según los deseos y conveniencias de
ella. Él se esforzaba en protegerla, como el jardinero protege una hermosa planta
exótica de los vientos rigurosos, y la rodeaba de todo cuanto tendía a despertar gratas
emociones en su espíritu dulce y bondadoso. Su salud, y aun la serenidad de su hasta
entonces espíritu constante, se resentían por todo lo que había sufrido. Durante los
dos años que precedieron a su matrimonio, mi padre fue abandonando todas sus
funciones públicas; e inmediatamente después de su unión buscaron el grato clima de
Italia, y el cambio de escenario y de interés que comportaba un viaje por estas tierras
maravillosas, a fin de restablecer el debilitado organismo de ella.
De Italia fueron a Alemania y a Francia. Yo, el hijo mayor, nací en Nápoles y les
acompañe todavía muy niño en sus viajes. Durante varios años fui hijo único. Debido
a lo unidos que estaban, parecían extraer inagotable afecto de su verdadera mina de
amor y derramarlo sobre mí. Las tiernas caricias de mi madre y la sonrisa benévola y
complaciente de mi padre, cuando me miraba, son mis primeros recuerdos. Yo era un
juguete y su ídolo, y algo mejor: su hijo, la inocente e indefensa criatura que el cielo
les había concedido, a la que criaría para el bien, y cuyo destino futuro podían
encauzar hacia la felicidad o hacia la desdicha, según cumpliesen su deber para
conmigo. Con esta profunda conciencia de lo que debían al ser que habían traído al
mundo, junto con el activo espíritu de ternura que animaba a los dos, es fácil
imaginar que en cada hora de mi infancia recibí una lección de paciencia, de caridad
y de autodominio; y me guiaron con infinita dulzura, de modo que todo me parecía
una sucesión inacabable de alegrías.
Durante mucho tiempo fui el único objeto de sus cuidados. Mi madre había
mostrado grandes deseos de tener una hija, pero yo seguía siendo su único vástago.
Cuando tenía unos cinco años volvieron a cruzar las fronteras de Italia, y pasaron una
semana a orillas del lago Como. Su bondad natural les impulsaba a visitar con
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