Page 68 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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afecto con que todos la miraban, y yo también, se convirtió en mi orgullo y
satisfacción. La noche antes de que la trajeran a casa, mi madre me había dicho en
broma:
—Tengo un precioso regalo para ti, Victor; mañana te lo traerán.
Y cuando, a la mañana siguiente, me presentó a Elizabeth diciendo que era el
regalo prometido, yo, con infantil seriedad, interpreté sus palabras en sentido literal y
consideré a Elizabeth mía: mía para protegerla, quererla y cuidarla. Todas las
alabanzas que le dedicaban las acogía yo como dirigidas a algo de mi propiedad. Nos
llamamos el uno al otro con el título familiar de primos. Ninguna palabra, ninguna
expresión podría materializar la clase de vínculo que la unía a mí: era más que
hermana, puesto que hasta la muerte fue únicamente mía.
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