Page 72 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Pero no eran estas mis únicas visiones. El poder de evocar espectros y demonios
era una promesa que generosamente concedían mis autores preferidos, cuyo dominio
traté de conseguir con la mayor ansiedad; y si mis conjuros no lograron su objetivo,
atribuí el fracaso más a mi propia inexperiencia y a mis errores que a la falta de
habilidad y fidelidad de los maestros. Y así estuve un tiempo dedicado al estudio de
sistemas superados mezclando como un inepto mil teorías contradictorias y
debatiéndome desesperadamente en un auténtico cenagal de conocimientos
heterogéneos, guiado por una ardiente imaginación y un raciocinio infantil, hasta que
un accidente cambió de nuevo el curso de mis ideas.
Cuando contaba unos quince años, vivíamos en nuestra casa, próxima a Belrive,
donde presenciamos una tormenta de lo más violenta y terrible. Había surgido de
detrás de las montañas del Jura y los truenos reventaban a un tiempo, con espantosa
potencia, en distintos sectores del cielo. Mientras duró la tormenta, estuve
observando su evolución con curiosidad y placer. Y estando en la puerta, vi salir de
repente un chorro de fuego de un viejo y hermoso roble que había a veinte yardas de
nuestra casa; y tan pronto como la cegadora luz se desvaneció, vi que el roble había
desaparecido y no quedaba otra cosa que un tocón calcinado. Cuando fuimos a la
mañana siguiente, encontramos el árbol destrozado de forma singular. No había sido
hendido por el impacto, sino reducido a pequeñas astillas. Jamás había visto nada tan
absolutamente destruido.
Antes de esto, yo no desconocía las leyes más elementales de la electricidad. En
esta ocasión, estaba con nosotros un hombre que había realizado grandes
investigaciones en filosofía natural; y excitado por la catástrofe, nos explicó una
teoría que había elaborado acerca de la electricidad y el galvanismo, para mí nueva y
asombrosa. Todo lo que dijo eclipsó absolutamente a Cornelio Agrippa, a Alberto
Magno y a Paracelso; pero por alguna fatalidad, el derrumbamiento de estos hombres
me desanimó a seguir mis acostumbrados estudios. Me parecía como si nada pudiera
llegar a conocerse. Todo lo que durante tanto tiempo había atraído mi atención se me
antojó de pronto despreciable. Por uno de esos caprichos de la mente a los que quizá
somos más propensos en nuestra temprana juventud, abandone al punto mis
anteriores intereses, dejé a un lado la historia natural con toda su progenie,
juzgándola una creación abortada y deforme, y alimenté el mayor desprecio por toda
supuesta ciencia que no lograse trasponer el umbral del verdadero saber. En esta
disposición de ánimo me consagré a las matemáticas y a las ramas de esa ciencia,
puesto que era la única edificada sobre firmes cimientos, y digna por tanto de mi
interés.
Así de extrañamente están hechas nuestras almas, y así de sutiles son los
ligamentos que nos atan a la prosperidad o a la ruina. Al mirar hacia atrás, me parece
como si este cambio casi milagroso de inclinación y voluntad fuese sugerencia
inmediata de mi ángel de la guarda: el último esfuerzo realizado por el espíritu de la
conversación para evitar la tormenta que ya entonces se cernía en las estrellas,
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