Page 75 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Parca.
               Mi partida para Ingolstadt, pospuesta por todos estos acontecimientos, fue fijada
           otra  vez.  Conseguí  de  mi  padre  que  la  aplazase  unas  semanas.  Me  parecía  un
           sacrilegio  abandonar  tan  pronto  el  descanso  de  mi  casa,  sumida  en  el  dolor,  y

           lanzarme al torbellino de la vida. El sufrimiento era nuevo para mí, pero no dejó de
           llenarme de alarma. Me resistía a separarme de los que me quedaban y, sobre todo,
           quería ver a mi dulce Elizabeth algo más consolada.
               Efectivamente, ocultó ella su dolor, y se esforzó en consolarnos a todos. Miraba

           con firmeza la vida y asumía sus deberes con ánimo y tesón. Se dedicó con entrega a
           aquellos  a  quienes  había  aprendido  a  llamar  su  tío  y  sus  primos.  Nunca  fue  tan
           encantadora como entonces, en que, recobrando el sol de sus sonrisas, lo derramó
           sobre nosotros. Olvidó incluso su propio dolor en el esfuerzo por hacérnoslo olvidar a

           nosotros.
               Al  fin  llegó  el  día  de  mi  partida.  Clerval  pasó  la  última  velada  con  nosotros.
           Había  intentado  convencer  a  su  padre  para  que  le  permitiese  venir  conmigo  y
           convertirse en mi compañero de estudios, pero no lo había conseguido. Su padre era

           un  comerciante  de  mentalidad  estrecha,  que  veía  haraganería  y  ruina  en  las
           aspiraciones  y  ambiciones  de  su  hijo.  Henry  sintió  profundamente  la  desgracia  de
           verse privado de una formación liberal. Habló poco; pero cuando lo hizo, vi en sus
           ojos encendidos y en su mirada llena de animación una decisión contenida pero firme

           de no dejarse encadenar a la rutina miserable del comercio.
               Nos quedamos hasta muy tarde. No nos decidíamos a separarnos ni a pronunciar
           la palabra «adiós». Por fin lo hicimos, y nos retiramos con el pretexto de descansar,
           creyendo cada uno que engañaba al otro; pero cuando bajé a la mañana siguiente al

           coche  que  debía  llevarme,  estaban  los  tres:  mi  padre  para  darme  otra  vez  su
           bendición, Clerval para estrecharme la mano de nuevo, y Elizabeth para renovar sus
           súplicas de que escribiese a menudo y dedicar sus últimas atenciones femeninas al

           amigo y compañero de juegos.
               Salté al coche que iba a llevarme lejos, y me entregué a las más melancólicas
           reflexiones.  Yo,  que  siempre  había  estado  rodeado  de  amigos  entrañables,
           perpetuamente  dedicados  a  prodigarnos  mutuo  afecto,  estaba  solo  ahora.  En  la
           universidad  a  la  que  me  dirigía  debía  hacer  nuevos  amigos  y  ser  yo  mi  propio

           protector. Hasta aquí, mi vida había sido considerablemente retirada y doméstica, lo
           que me hacía sentir una invencible aversión hacia los semblantes nuevos. Quería a
           mis hermanos, a Elizabeth y Clerval; eran «viejas caras familiares»; pero me creía

           totalmente incapacitado para tratar con extraños. Estas eran mis reflexiones al iniciar
           el  viaje;  pero  a  medida  que  avanzaban,  mis  ánimos  y  mis  esperanzas  fueron  en
           aumento. Deseaba ardientemente adquirir conocimientos. En casa, con frecuencia, me
           había parecido duro permanecer encerrado en un sitio durante la juventud, y había
           anhelado salir al mundo y ocupar un lugar entre los seres humanos. Ahora mis deseos

           se habían cumplido, y habría sido un disparate, efectivamente, arrepentirse.



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