Page 77 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Muy  distinto  era  cuando  los  maestros  de  la  ciencia  buscaban  el  poder  y  la
           inmortalidad; sus opiniones, aunque inútiles, eran grandiosas; pero ahora la situación
           había cambiado. La ambición del investigador parecía limitarse a aniquilar aquellas
           visiones  en  las  que  se  había  fundado  mi  interés.  Se  me  pedía  que  cambiase  mis

           quimeras de ilimitada grandeza por realidades de escaso valor.
               Estas  fueron  mis  reflexiones  los  dos  o  tres  primeros  días  de  mi  estancia  en
           Ingolstadt, durante los cuales me dediqué principalmente a conocer los lugares y a las
           más  destacadas  personalidades  de  mi  nueva  ciudad.  Pero  al  iniciarse  la  semana

           siguiente,  recordé  la  información  que  M.  Krempe  me  había  dado  sobre  las
           conferencias. Y aunque no estaba dispuesto a ir a escuchar cómo soltaba frases desde
           un púlpito aquel sujeto bajito y engreído, recordé lo que había dicho de M. Waldman,
           a quien no había visto aún, dado que había estado ausente de la ciudad.

               En parte por curiosidad, y en parte por aburrimiento, entré en clase poco antes
           que  M.  Wfaldman.  Este  profesor  era  muy  distinto  de  su  colega.  Aparentaba  unos
           cincuenta  años  de  edad,  pero  su  semblante  reflejaba  una  gran  benevolencia;  unos
           pocos cabellos grises cubrían sus sienes; pero los de detrás de la cabeza eran casi

           negros. Era de baja estatura, aunque iba notablemente derecho; y tenía la más dulce
           voz que había oído yo. Empezó su conferencia con una recapitulación de la historia
           de  la  química  y  los  progresos  realizados  por  los  diferentes  hombres  de  ciencia,
           pronunciando con fervor los nombres de los más distinguidos descubridores. Luego

           efectuó  un  rápido  repaso  al  estado  actual  de  la  ciencia  y  explicó  muchos  de  sus
           términos elementales. Tras hacer algunos experimentos preparatorios, concluyó con
           un panegírico de la moderna química, con palabras que nunca olvidaré:
               —Los antiguos profesores de esta ciencia —dijo— prometieron imposibles y no

           lograron  nada.  Los  modernos  maestros  prometen  muy  poco;  saben  que  no  pueden
           transmutarse  los  metales,  y  que  el  elixir  de  la  vida  es  una  quimera.  Pero  estos
           filósofos cuyas manos parecen estar hechas para chapotear en el barro, y sus ojos para

           escrutar el microscopio y el crisol, han realizado efectivos milagros. Penetran en las
           reconditeces de la naturaleza y muestran cómo actúa esta en lo más oculto. Ascienden
           a los cielos; han descubierto la circulación de la sangre, y la naturaleza del aire que
           respiramos. Han alcanzado nuevos y casi ilimitados poderes; son capaces de mandar
           sobre las tormentas del cielo, imitar el terremoto y hasta remedar el mundo invisible

           con sus propios fantasmas.
               Estas fueron las palabras del profesor —o permítame decir que del destino— que
           anunciaban mi destrucción. Mientras él seguía hablando, yo sentía como si mi alma

           luchase  cuerpo  a  cuerpo  con  un  enemigo  palpable;  una  tras  otra  fue  tocando  las
           diversas  claves  que  componían  el  mecanismo  de  mi  ser;  fue  haciendo  vibrar  una
           cuerda  más  otra,  y  no  tardó  en  dominarme  el  espíritu  una  sola  idea,  una  sola
           concepción, un solo objetivo. «Por mucho que se haya hecho», exclamaba el alma de
           Frankenstein,  «mucho,  muchísimo  más  lograré  yo;  avanzando  por  los  senderos  ya

           marcados, inauguraré una nueva ruta, exploraré poderes desconocidos, y revelaré al



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