Page 74 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo III
Cuando cumplí los diecisiete años, mis padres decidieron que ingresase en la
Universidad de Ingolstadt. Hasta entonces había estudiado en los institutos de
Ginebra; pero mi padre juzgó necesario, para completar mi formación, que conociese
costumbres distintas a las de mi país natal. Así que mi partida quedó decidida para
una fecha próxima; pero antes de ese día, tuvo lugar la primera desgracia de mi vida:
un presagio, por así decir, de mis sufrimientos futuros.
Elizabeth había cogido la escarlatina; su estado llegó a ser grave, y corrió el más
serio peligro. Durante su enfermedad insistimos repetidamente a mi madre para que
no la atendiese ella personalmente. Al principio accedió a nuestras súplicas; pero
cuando supo que la vida de su favorita corría peligro, no fue capaz de dominar su
ansiedad. No se apartó de su cabecera; y sus desveladas atenciones triunfaron sobre el
mal. Elizabeth se salvó, pero las consecuencias de esta imprudencia fueron fatales
para mi madre. Al tercer día cayó enferma; su fiebre estuvo acompañada de los
síntomas más alarmantes, y la expresión de los médicos que la asistían pronosticó lo
peor. La entereza y bondad de esta mujer excelente no le abandonaron en su lecho de
muerte. Juntó las manos de Elizabeth y las mías, y dijo:
—Hijos míos, tenía puestas las más firmes esperanzas de futura felicidad en la
perspectiva de vuestra unión. Esta perspectiva será ahora el consuelo de vuestro
padre. Elizabeth, cariño; debes ocupar mi sitio junto a mis hijos más pequeños. ¡Ay!
Siento separarme de vosotros; con lo feliz y querida que he sido, ¿no es duro dejaros
a todos? Pero no conviene pensar en estas cosas. Trataré de rendir el alma con
alegría, con la esperanza de veros en el otro mundo.
Murió serenamente, y su semblante expresó afecto incluso en la muerte. No hace
falta describir los sentimientos de aquellos cuyos lazos más queridos rompe el más
irreparable de los males, el vacío que provoca en su alma, y la desesperación que
asoma al rostro de todos. Ha de pasar mucho tiempo antes de que la mente se
convenza de que quizá aquella a quien veíamos a diario, y cuya existencia parecía
formar parte de la nuestra se ha ido para siempre… que quizá se ha apagado la luz de
los ojos amados, y que quizá ha enmudecido la voz familiar y querida para no volver
a oírse nunca más. Estas son las reflexiones de los primeros días; pero cuando el
tiempo demuestra la realidad de ese mal, entonces comienza la verdadera amargura
del dolor. Pero ¿a quién no ha arrancado esa mano rigurosa algún ser querido? ¿Para
qué voy a describir un dolor que todos hemos sufrido y debemos sufrir? Llega al fin
la hora en que la aflicción es más un alivio que una necesidad; y no es desterrada la
sonrisa que aflora a los labios, aunque pueda juzgarse un sacrilegio. Mi madre había
muerto, pero nosotros teníamos deberes que cumplir; debíamos seguir nuestro camino
con los demás y aprender a consideramos afortunados, mientras no nos alcanzase la
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