Page 69 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo II








           Nos criamos juntos; no nos llevábamos ni un año de diferencia. No hace falta decir
           que  no  conocimos  ningún  tipo  de  desunión  o  disputa.  La  armonía  era  el  alma  de
           nuestro compañerismo, y la diversidad y contraste que existía en nuestros caracteres
           nos acercaba aún más. Elizabeth era de disposición más serena y concentrada; yo, con

           todo mi ardor, era capaz de una dedicación más intensa y estaba más profundamente
           dominado por la sed de saber. Ella se ocupaba en seguir las creaciones de los poetas,
           y encontraba en los solemnes y maravillosos escenarios que rodeaban nuestra casa de
           Suiza, en las formas sublimes de las montañas, en los cambios de las estaciones, en la

           tempestad y en la calma, en el silencio del invierno, y en la vida y la turbulencia de
           nuestros veranos alpinos, amplios motivos para la admiración y el deleite. Mientras
           mi compañera contemplaba con espíritu grave y satisfecho la magnífica apariencia de
           las cosas, yo disfrutaba investigando las causas. El mundo era para mí un secreto que

           deseaba desentrañar. Entre las primeras sensaciones de que tengo recuerdo, están la
           curiosidad,  la  investigación  seria  de  las  leyes  ocultas  de  la  naturaleza  y  un  gozo
           rayano en el éxtasis cuando se me revelaban.
               Al nacerles el segundo hijo, siete años menor que yo, mis padres abandonaron por

           completo su vida viajera y se establecieron en su país natal. Poseíamos una casa en
           Ginebra, y una campagne en Belrive, en la orilla oriental del lago, a algo más de una
           legua de la ciudad. Residíamos principalmente en esta última, y la vida de mis padres
           transcurría en considerable aislamiento. Mi carácter me inclinaba a rehuir la multitud

           y  unirme  fervientemente  a  unos  pocos.  De  modo  que  me  eran  indiferentes  mis
           compañeros de colegio en general, pero me uní a uno de ellos con los lazos de la más
           estrecha  amistad.  Henry  Clerval  era  hijo  de  un  comerciante  de  Ginebra.  Era  un
           muchacho  de  singular  talento  y  fantasía.  Amaba  las  grandes  empresas,  las

           dificultades e incluso el peligro mismo. Conocía a fondo los libros de caballerías y de
           fantasía. Componía canciones heroicas y empezaba a escribir muchos relatos sobre
           hechos  gloriosos  y  aventuras  caballerescas.  Intentó  hacernos  representar  obras  de
           teatro  y  tomar  parte  en  farsas  cuyos  personajes  estaban  sacados  de  los  héroes  de

           Roncesvalles,  de  la  Tabla  Redonda  del  rey  Arturo  y  del  séquito  caballeresco  que
           derramó su sangre para rescatar el santo sepulcro de manos de los infieles.
               Ningún ser humano puede haber tenido una infancia más feliz que la mía. Mis
           padres estaban poseídos por el mismo espíritu de la bondad y la indulgencia. Nos

           dábamos  cuenta  de  que  no  eran  tiranos  que  gobernaban  nuestro  destino  según
           capricho,  sino  agentes  creadores  de  los  numerosos  goces  de  que  disfrutábamos.
           Cuando  conocí  a  otras  familias,  pude  apreciar  con  claridad  cuán  especialmente
           afortunada era mi suerte, y la gratitud que sentí hizo aumentar mi amor filial.

               Mi genio era a veces violento, y mis pasiones vehementes; pero por alguna ley de


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