Page 125 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XII








           Permanecí tumbado en la paja, pero no pude dormir. Pensaba en los sucesos del día.
           Lo que más me había impresionado era la bondadosa conducta de estas personas, y
           sentía vivos deseos de unirme a ellos; pero no me atrevía. Recordaba demasiado bien
           el trato que había sufrido la noche anterior por parte de los bárbaros aldeanos; y, fuera

           cual  fuese  la  conducta  que  tuviera  que  adoptar  más  adelante,  decidí  seguir  de
           momento oculto en el cobertizo, observando y tratando de averiguar las razones que
           motivaban su comportamiento.
               Los moradores de la casa se levantaron a la mañana siguiente antes de que saliese

           el  sol.  La  niña  ordenó  la  casa  y  preparó  algún  alimento;  y,  después  de  la  primera
           comida del día, el joven se marchó.
               Ese  día  transcurrió  con  la  misma  rutina  que  el  anterior.  El  joven  estuvo
           constantemente ocupado fuera, y la niña realizó diversas tareas penosas en la casa. El

           anciano,  quien  no  tardé  en  descubrir  que  estaba  ciego,  se  entretenía  tocando  su
           instrumento o meditando. Nada podría superar el amor y el respeto que los moradores
           más jóvenes mostraban por su venerable compañero. Le prestaban todas las pequeñas
           atenciones  del  afecto  y  el  deber  con  dulzura,  y  él  les  correspondía  con  benévolas

           sonrisas.
               Pero no eran enteramente felices. El joven y su compañera se apartaban a menudo
           y parecían llorar. Yo no veía motivo alguno para esta infelicidad, pero aquello me
           afectaba profundamente. Si tan encantadoras criaturas eran desgraciadas, nada tenía

           de extraño que lo fuese yo, un ser imperfecto y solitario. Sin embargo, ¿por qué eran
           infelices estas bondadosas personas? Tenían una casita preciosa (así al menos me lo
           parecía  a  mí),  y  todas  las  comodidades;  disponían  de  un  fuego  donde  calentarse
           cuando  tenían  frío,  y  de  manjares  deliciosos  cuando  tenían  hambre;  vestían  ropas

           excelentes;  pero,  además,  gozaban  de  la  mutua  compañía  y  conversación,
           intercambiando a diario miradas de afecto y de ternura. ¿Qué significaban, entonces,
           sus  lágrimas?  ¿Eran  realmente  expresión  de  dolor?  Al  principio  me  fue  imposible
           resolver estos interrogantes; pero la constante observación y el tiempo me dieron la

           clave de muchos aspectos que al principio eran un misterio para mí.
               Transcurrió  bastante  tiempo  antes  de  que  descubriese  una  de  las  causas  de  las
           tribulaciones de esta amable familia: era la pobreza, mal que padecían hasta extremos
           angustiosos. Su alimentación consistía en hortalizas del huerto y leche de una vaca,

           que  daba  muy  poca  durante  el  invierno,  porque  en  esa  época  sus  dueños  apenas
           podían mantenerla. A menudo, creo, sufrían intensamente los zarpazos del hambre,
           sobre  todo  los  dos  campesinos  jóvenes,  pues  ponían  comida  delante  del  anciano
           varias veces al día, mientras que para ellos no reservaban ninguna.

               Ese rasgo de ternura me conmovió profundamente. Yo me había acostumbrado a


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