Page 129 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XIII








           Paso ahora a la parte más patética de mi relato. Se trata de sucesos que despertaron en
           mí sentimientos que, de lo que era, me han hecho lo que soy.
               La primavera avanzaba rápidamente; mejoró el tiempo, y se despejaron los cielos.
           Me sorprendía ver que lo que antes estaba desierto y desolado, ahora resplandecía de

           hermosísimas  flores  y  verdor.  Mis  sentidos  se  satisfacían  y  refrescaban  con  mil
           perfumes deliciosos y visiones bellas.
               Uno de esos días en que mis amigos descansaban periódicamente del trabajo —el
           anciano tocaba la guitarra y los hijos le escuchaban—, observé que el semblante de

           Félix estaba indeciblemente melancólico; suspiraba de cuando en cuando, hasta que
           su padre dejó de tocar; y por su actitud supongo que preguntó al hijo la causa de
           aquella melancolía. Félix replicó con alegre acento; y había reanudado el anciano su
           música, cuando llamó alguien a la puerta.

               Era una dama a caballo, acompañada por un campesino que hacía de guía. La
           dama  llevaba  un  vestido  oscuro  y  se  cubría  con  un  espeso  velo.  Agatha  hizo  una
           pregunta,  a  la  que  la  desconocida  solo  contestó  pronunciando  con  dulce  acento  el
           nombre de Félix. Su voz era musical, pero distinta de la de mis amigos. Al oírla,

           Félix  se  acercó  apresuradamente  a  la  dama,  la  cual,  al  verle,  se  quitó  el  velo,
           revelando un semblante de una belleza y una expresión angelicales. Su cabello era
           negro  y  brillante  como  el  plumaje  de  un  cuervo,  y  lo  llevaba  trenzado  de  manera
           singular;  tenía  unos  ojos  oscuros,  aunque  dulces  y  animados;  sus  facciones  eran

           armoniosas, y su cutis extraordinariamente claro, con las mejillas teñidas de un rosa
           adorable.
               Félix experimentó una intensa alegría al verla; de su rostro se borró toda huella de
           tristeza, reflejando al punto un grado de estático arrobamiento del que nunca le habría

           creído capaz; sus ojos centellearon y las mejillas se le arrebolaron de placer; y en ese
           momento se me antojó tan hermoso como la desconocida. Ella parecía embargada por
           unos  sentimientos  encontrados;  tras  enjugarse  unas  lágrimas  de  sus  ojos  intensos,
           tendió la mano a Félix, que la besó extasiado y la llamó, según pude distinguir, su

           dulce árabe. Ella pareció no comprenderle, pero sonrió. Él la ayudó a descabalgar y,
           despidiendo al guía, la condujo al interior de la casa. Hubo una breve conversación
           entre él y su padre, y la joven desconocida se arrodilló a los pies del anciano y quiso
           besarle la mano; pero él la levantó y la abrazó afectuosamente.

               No tardé en darme cuenta de que, aunque la desconocida pronunciaba sonidos
           articulados y parecía tener su propio lenguaje, ni la entendían los moradores de la
           casa, ni ella les comprendía a ellos. Hacían muchos signos cuyo significado ignoraba
           yo, pero veía que la presencia de ella comunicaba alegría a toda la casa, disipando la

           tristeza como el sol disipa las brumas de la mañana. Félix parecía excepcionalmente


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