Page 131 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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comprendía poco y hablaba con acento entrecortado, mientras que yo comprendía y
podía imitar casi todas las palabras que ellos empleaban.
A la vez que mejoraba mi pronunciación, aprendía también la ciencia de las letras,
tal como se la enseñaban a la desconocida, lo que abría ante mí un ancho campo de
satisfacción y maravilla.
El libro con el que Félix instruía a Safie era Las ruinas de Palmira, de Volney. Yo
no habría comprendido el sentido de este libro si no hubiese dado Félix, durante su
lectura, explicaciones muy minuciosas. Había elegido esta obra, dijo, porque el estilo
declamatorio estaba concebido a imitación de los autores orientales. A través de esta
obra adquirí un conocimiento superficial de la historia, y una visión de los diversos
imperios del mundo actualmente extinguidos; me dio unas nociones sobre las
costumbres, gobiernos y religiones de las distintas naciones de la tierra. Oí hablar de
los indolentes asiáticos, del prodigioso genio de los griegos; de las guerras y
admirables virtudes de los primitivos romanos, de su posterior degeneración, y de la
decadencia de ese poderoso imperio; de la caballería; del cristianismo y de los reyes.
Me enteré del descubrimiento del hemisferio americano, y lloré con Safie el
desventurado destino de sus habitantes originales.
Estos maravillosos relatos me inspiraron extraños sentimientos. ¿Era el hombre,
efectivamente, tan poderoso, tan virtuoso y magnífico, y no obstante tan depravado y
tan bajo? Unas veces parecía un mero vástago del principio del mal; otras, lo más
noble y divino que cabe imaginar. Ser un hombre grande y virtuoso me parecía el más
alto honor que podía caberle a un ser sensible; ser bajo y ruin, como hay testimonio
de que han sido muchos, era la más baja depravación, una condición más abyecta que
la del topo ciego o del gusano inofensivo. Durante mucho tiempo fui incapaz de
concebir cómo un hombre podía llegar a matar a un semejante, ni por qué había leyes
y gobiernos; pero al enterarme con detalle de las matanzas y los vicios, cesó mi
asombro, y rechacé todo aquello con repugnancia y aversión.
Cada conversación de los moradores de la casa me ofrecía ahora nuevas
maravillas. Escuchando las instrucciones que Félix daba a la joven árabe se me
revelaba el extraño sistema de la sociedad humana. Oí hablar de la división de la
propiedad, de inmensas riquezas y de la pobreza mísera, del rango social, de la
estirpe, y de la nobleza de sangre.
Las palabras hicieron que me volviese hacia mí mismo. Aprendí que los bienes
que más estiman tus semejantes son el linaje inmaculado y antiguo, unido a la
riqueza. Un hombre puede ser respetado con solo una de estas ventajas; pero si no
tiene ninguna es considerado, salvo en casos muy excepcionales, un vagabundo, y un
esclavo condenado a gastar sus fuerzas en provecho de unos pocos elegidos. ¿Y qué
era yo? Ignoraba absolutamente todo lo relacionado con mi creación y mi creador;
pero sabía que no tenía dinero, ni amigos, ni ninguna clase de propiedad; y, además,
poseía una figura espantosamente deforme y repugnante; ni siquiera era de la misma
naturaleza que el hombre. Tenía más agilidad que él, y podía subsistir con una dieta
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