Page 127 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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con Félix. Él era siempre el más triste del grupo y, aun para mis sentidos inexpertos,
           parecía  haber  sufrido  más  hondamente  que  los  otros.  Pero  a  pesar  de  que  su
           semblante  revelaba  mayor  aflicción,  su  voz  era  más  alegre  que  la  de  su  hermana,
           sobre todo cuando le hablaba al anciano.

               Podía referir infinidad de detalles que, aunque triviales, revelaban la disposición
           de estos amables campesinos. En medio de la pobreza y la necesidad, Félix llevaba a
           su  hermana  la  primera  florecilla  blanca  que  asomaba  en  la  nieve.  De  madrugada,
           antes de que ella se hubiera levantado, quitaba la nieve que obstruía el sendero que

           ella  tenía  que  recorrer  hasta  el  establo,  sacaba  agua  del  pozo  y  entraba  leña  de  la
           leñera, donde, para su perpetuo asombro, descubría siempre que una mano invisible
           había  repuesto  el  gasto  anterior.  Durante  el  día,  creo,  trabajaba  a  veces  para  un
           granjero  vecino,  ya  que  iba  con  frecuencia  y  no  regresaba  hasta  la  hora  de  cenar,

           aunque no volvía con leña. Otras veces trabajaba en el huerto; pero como había poco
           que hacer en la época de los hielos, leía para el anciano y para Agatha.
               Al principio, estas lecturas me habían tenido enormemente perplejo; pero poco a
           poco, fui descubriendo que pronunciaba muchos de los sonidos que utilizaba cuando

           hablaba. Supuse, por tanto, que encontraba en el papel signos de pronunciación que él
           entendía, y deseé ardientemente entenderlos yo también; pero ¿cómo conseguirlo, si
           ni siquiera comprendía los sonidos que representaban los signos? No obstante, mejoré
           sensiblemente en esta ciencia, aunque no lo bastante como para seguir ningún tipo de

           conversación, aunque ponía todo el interés en este esfuerzo: me daba cuenta de que,
           aunque ansiaba vivamente darme a conocer a mis amigos, no debía intentarlo hasta
           haber  dominado  su  lenguaje,  cuyo  conocimiento  me  permitiría  hacerles  olvidar  la
           deformidad de mi figura; pues debido al contraste que perpetuamente tenía ante mis

           ojos, había tomado conciencia de ella.
               Yo había admirado las figuras perfectas de estas personas: su gracia, su belleza y
           su piel delicada; ¡pero cómo me horroricé cuando me vi en la charca transparente! Al

           principio  retrocedí  aterrado,  incapaz  de  creer  que  era  yo,  efectivamente,  quien  se
           reflejaba  en  el  espejo;  y  cuando  comprobé  que  era  el  monstruo  que  soy,  me
           embargaron los más dolorosos sentimientos de desaliento y mortificación. ¡Ay! Aún
           no conocía enteramente los fatales efectos de esta desdichada deformidad.
               Cuando el sol se hizo más cálido y la luz del día más larga, la nieve desapareció,

           y vi los árboles desnudos y la tierra negra. A partir de entonces, Félix estuvo más
           ocupado,  y  los  patéticos  signos  del  hambre  desaparecieron.  Su  alimento,  como
           descubrí más tarde, era tosco, pero sano; y se lo procuraban con suficiencia. En el

           huerto brotaron varias clases de plantas nuevas que ellos cultivaban; y estos signos de
           bienestar fueron aumentando, a medida que avanzaba la estación.
               El anciano, apoyándose en su hijo, salía a pasear a mediodía, si no llovía, como
           averigüé  que  se  decía  cuando  los  cielos  derramaban  agua.  Esto  ocurría  con
           frecuencia, hasta que un gran viento secó la tierra, y la estación se volvió mucho más

           agradable.



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