Page 143 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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Capítulo XVI








           ¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué vivía yo? ¿Por qué, en aquel instante, no apagué
           la chispa de la existencia que tan extravagantemente me habías infundido? No lo sé;
           aún no me dominaba la desesperación; mis sentimientos eran de rabia y de venganza.
           Con gusto habría destruido la casa y a sus moradores y me habría saciado con sus

           sufrimientos y gritos de dolor.
               Cuando llegó la noche, abandoné el refugio y vagué por el bosque; y ahora que no
           me  contenía  el  temor  de  que  me  descubriesen,  di  rienda  suelta  a  mi  congoja  con
           espantosos alaridos. Era como una fiera salvaje que hubiera roto la red de la trampa y

           recorría el bosque con la agilidad del ciervo, destruyendo los objetos que encontraba
           a  mi  paso.  ¡Ah!  ¡Qué  noche  más  desdichada  pasé!  Las  frías  estrellas  brillaban  de
           forma burlesca, y los árboles pelados balanceaban sus ramas por encima de mí; de
           cuando  en  cuando,  el  dulce  canto  de  un  pájaro  irrumpía  en  medio  de  la  universal

           quietud. Todos los seres, salvo yo, descansaban o eran felices; yo, como el demonio,
           llevaba  el  infierno  dentro;  y  puesto  que  nadie  me  compadecía,  deseaba  arrancar
           árboles, sembrar el estrago y la destrucción a mi alrededor, y luego sentarme a gozar
           en aquella ruina.

               Pero esto era un lujo de sensaciones que no podía durar; el exceso de esfuerzo
           corporal me agotó, y me tumbé en la hierba húmeda, impotente de desesperación. No
           había entre los miles y miles de hombres existentes ninguno que me ayudase o se
           apiadase de mí; ¿y debía sentir yo amabilidad hacia mis enemigos? No; desde aquel

           instante  declaré  la  guerra  eterna  a  la  especie;  y  sobre  todo,  a  aquel  que  me  había
           formado para hundirme en esta insoportable desventura.
               Salió el sol; oí voces de hombres, y comprendí que era imposible regresar a mi
           refugio  durante  el  día.  De  modo  que  me  oculté  en  una  espesura  de  matorrales,

           decidiendo dedicar las horas subsiguientes a meditar sobre mi situación.
               El sol agradable y el aire puro del día me devolvieron un poco la serenidad, y al
           analizar  lo  ocurrido  en  la  casa,  no  pude  por  menos  de  pensar  que  había  sido
           demasiado  precipitado  en  mis  conclusiones.  Ciertamente,  había  obrado  con

           imprudencia. Era evidente que mis palabras habían interesado al padre, y había sido
           un estúpido al exponer mi persona al horror de sus hijos. Debí haber familiarizado al
           viejo De Lacey conmigo, y haberme revelado al resto de la familia gradualmente,
           cuando  estuviesen  preparados  para  mi  presentación.  Pero  no  consideraba  mi  error

           irreparable y, tras largas deliberaciones, decidí regresar a la casa, buscar al viejo, y
           ganarle con súplicas para mi causa.
               Estos pensamientos me calmaron, y por la tarde me sumí en un profundo sueño;
           pero el ardor de mi sangre no permitió que me visitasen sueños pacíficos. La horrible

           escena  del  día  anterior  seguía  desarrollándose  constantemente  ante  mis  ojos:  las


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