Page 203 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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empujaba,  mientras  el  remordimiento  me  envenenaba  el  corazón.  ¿Crees  que  los
           gemidos de Clerval fueron música para mis oídos? Mi corazón estaba hecho para el
           amor y la simpatía; y cuando la desdicha lo empujó hacia la maldad y el odio, no
           pude  soportar  la  violencia  del  cambio  sin  una  tortura  como  nadie  puede  siquiera

           imaginar.
               »Después  de  la  muerte  de  Clerval  regresé  a  Suiza,  vencido  y  destrozado.
           Compadecía a Frankenstein, y mi compasión rayaba en el horror: abominaba de mí
           mismo.  Pero  cuando  descubrí  que  él,  autor  a  la  vez  de  mi  existencia  y  de  mis

           indecibles tormentos, se atrevía a esperar la felicidad; que mientras acumulaba sobre
           mí la desdicha y la desesperación, se disponía a gozar de sentimientos y pasiones que
           yo tenía vedados para siempre, entonces la envidia impotente y la amarga indignación
           me inspiraron una sed insaciable de venganza, recordé mi amenaza y decidí que debía

           cumplirla. Comprendí que esto atraería sobre mí una tortura mortal, pero era esclavo
           —no  dueño—  de  un  impulso  que  detestaba,  aunque  no  podía  desobedecer.  ¡Pero
           cuando  ella  murió!  No,  entonces  no  fui  desdichado.  Había  desechado  todo
           sentimiento,  había  reprimido  toda  angustia,  para  gozarme  en  el  exceso  de  mi

           desesperación. A partir de entonces el mal se convirtió en un bien para mí. Ya no tuve
           elección sino para adaptar mi naturaleza a un elemento que voluntariamente había
           escogido. El cumplimiento de mis demoníacos designios se convirtió en una pasión
           insaciable. Ahora ha concluido; ¡ahí está mi última víctima!

               Al  principio  me  habían  conmovido  sus  manifestaciones  de  desventura;  sin
           embargo,  cuando  recordé  lo  que  Frankenstein  había  dicho  sobre  su  poder  de
           elocuencia y persuasión y volví una vez más los ojos hacia el cuerpo sin vida de mi
           amigo, la indignación renació en mi interior.

               —¡Desdichado!  —exclamé—.  No  está  mal,  venir  aquí  a  gimotear  sobre  la
           desolación que has ocasionado. Arrojas la antorcha sobre un montón de edificios y,
           una vez consumidos todos, te sientas entre sus ruinas a lamentar su derrumbamiento.

           ¡Demonio de hipocresía! Si aquel por quien lloras viviese todavía, volvería a ser el
           objeto  y  la  víctima  de  tu  odiosa  venganza.  No  es  compasión  lo  que  tú  sientes;  te
           lamentas solo porque la víctima de tu malignidad ha escapado a tu poder.
               —¡Ah, no es eso… no es eso! —interrumpió el monstruo—. Aunque sea esa la
           impresión que te produzcan mis acciones. Pero no es un sentimiento de compasión

           por mis sufrimientos lo que busco. No hay simpatía para mí. Cuando la busqué al
           principio,  lo  hice  movido  por  el  deseo  de  compartir  el  amor  a  la  virtud,  y  los
           sentimientos de felicidad y de afecto me desbordaron por entero. Pero ahora que la

           virtud se ha convertido para mí en una sombra, y la felicidad y el afecto en amarga y
           odiosa  desesperación,  ¿en  dónde  debo  buscar  simpatía?  Me  resigno  a  sufrir  solo
           mientras duren mis sufrimientos; y me alegro de que, cuando muera, el oprobio y la
           abominación  acompañen  mi  memoria.  Hubo  un  tiempo  en  que  mi  imaginación  se
           recreaba en sueños de virtud, de fama y de alegría. Hubo un tiempo en que esperé

           ilusoriamente encontrarme con seres que, perdonando mi forma externa, me amasen



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