Page 42 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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proyectan sobre ellos sus ansiedades y temores, franqueando el umbral de la
demencia. En Los autómatas, Olimpia, la hermosa muñeca que cobra vida gracias a
la música y que se alimenta de las neurosis de su amado, es la turbia protagonista de
las morbosas fantasías eróticas de Fernando, el atribulado héroe hoffmannesco. Más
angustiosa resulta El hombre de arena, donde a través de la mirada enferma del
enamorado Nathanaël, vemos cobrar vida, entidad anímica, a Clara, un exquisito
maniquí mecánico.
Ciencia, técnica, magia y mitología fueron los primeros reactivos a disposición de
Mary Shelley para esbozar, en algún turbulento rincón de su alma, su inolvidable
novela. Pieza a pieza, con idéntica determinación y precisión a la de Victor
Frankenstein uniendo los huesos, músculos y vísceras de su Criatura, la joven
escritora comenzaba a entrelazar, en una sola espiral, lo tangible y lo oscuro, lo real y
lo imaginario. La poesía de Frankenstein, o el moderno Prometeo se enraíza sobre
todo en esos difusos límites entre mundos diferentes. Faltaba simplemente cierto
elemento humano y mágico que, al unísono, expresaran el drama con tal precisión de
detalles que fuera imposible perder el hilo un instante. Y un nombre… «¿Qué es un
nombre? Lo sabemos al aplicarlo a las cosas conocidas; para lo que nos es
desconocido, un nombre lo es todo: en mí tiene un poderoso efecto, y muchas horas
de extremo placer han derivado de la degustación, del recuerdo de un nombre…»,
escribió Mary Shelley en su Rambles in Germany and Italy in 1840, 1842 and 1843.
Un nombre rico en terrores secretos y misterios prohibidos, cuya hechizante
resonancia emana de esas tres sílabas, de esos tres fonemas vecinos y ligeramente
diferentes, de cacofonía rotunda pero lúgubre…
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