Page 38 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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son  capaces  de  mandar  sobre  las  tormentas  del  cielo,  imitar  el  terremoto  y  hasta
           remedar  el  mundo  invisible  con  sus  propios  fantasmas  (…)  Los  esfuerzos  de  los
           hombres  de  genio,  aunque  erróneamente  orientados,  difícilmente  dejan  de
           convertirse, en última instancia, en positiva ventaja para la humanidad». Pero como

           demostró  la  revolución  industrial,  el  progreso  tecnológico  y  científico  no  se  vio
           acompañado  de  los  adecuados  y  necesarios  avances  humanísticos,  sino  todo  lo
           contrario. En consecuencia, Frankenstein, o el moderno Prometeo evidencia que los
           sueños de la razón producen monstruos, y escenifica las dos únicas transgresiones

           concebidas como tales, que subrayan el carácter profundamente secular de la obra: la
           profanación de la naturaleza y la traición a la sociedad y a los afectos familiares.
               Acorde  con  esta  enrarecida  atmósfera,  donde  conviven  el  idealismo  intelectual
           más desaforado con una lenta degradación del espíritu humano, irrumpe la figura del

           hombre  artificial.  Evocar,  no  sin  cierto  estremecimiento,  las  conversaciones  entre
           John W. Polidori y Percy B. Shelley en Villa Diodati sobre «si el hombre debe ser
           considerado un mero instrumento». Ambos contemplaban el cuerpo humano desde
           una perspectiva objetualista, como una sustancia más, sin distinción ni superioridad

           frente a otras criaturas del universo. La creación de un ser humano mecánico, más
           allá  del  simple  autómata,  era  una  cuestión  de  candente  actualidad  en  los  círculos
           científicos del siglo XVIII, e ilustraba el concepto del materialista ser humano como

           algo manipulable, moldeable, que inquietaba a los románticos. Mary Shelley fue la
           primera que reflejó tal preocupación, incluso antes de que J. W. Goethe escribiera el
           famoso  episodio  del  homúnculo  que  aparece  en  Fausto         [40] ,  haciéndose  eco  de  las
           primeras  inquietudes  del  romanticismo  alemán.  La  joven  escritora  conocía  los

           experimentos del francés Jacques de Vaucanson (1709-1782), clara premonición de la
           figura del androide. Vaucanson conmocionó a media Europa con la exhibición de sus
           tres criaturas artificiales: un flautista que interpretaba diferentes canciones, movía sus

           dedos, los labios y la lengua en función de la melodía ejecutada; una muchacha que
           tocaba el tambor y la mandolina, moviendo la cabeza al tiempo que su pecho vibraba
           rítmicamente mientras respiraba; y un pato que bebía, comía, hacía la digestión —su
           pecho  era  transparente  para  que  pudiera  apreciarse  dicha  función—,  y  además
           nadaba. Se dice que el monarca francés Luis XV le encargó en 1739 la elaboración de

           un hombre «que imitara en sus movimientos las operaciones animales, la circulación
           de la sangre, la respiración, la digestión, el juego de los músculos, tendones, nervios,
           etc.».

               A tenor de lo reseñado por Mario Praz en un interesante artículo sobre el tema             [41] ,
           las  creaciones  de  Vaucanson  no  fueron  una  experiencia  aislada.  Paralelamente,  en
           Francia, tres curiosos personajes, el avaricioso físico François Quesnay, el ministro
           Jean  Baptiste  Berlín  y  el  cirujano  Claude-Nicolas  Le  Cat,  perseguían  el  mismo

           objetivo. Se sabe que Le Cat habló del proyecto en público por primera vez en la
           sesión  inaugural  de  la  Academia  de  Ciencia  y  Bellas  Artes  de  Roven  el  17  de
           noviembre  de  1844.  El  título  de  su  discurso  era  Disertación  sobre  un  hombre



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