Page 41 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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dramático  urdido  por  Mary  Shelley.  En  los  albores  de  nuestra  era,  ciertos  rabinos
           elaboraron  la  hipótesis  de  que  era  posible  construir,  mediante  artes  mágicas,  un
           hombre artificial. Como según la Biblia (Salmos 139, 16), la Palabra fue el aliento
           divino  que  creó  a  la  humanidad,  estos  se  dedicaron  a  buscar  la  fórmula  fonética

           adecuada.  En  el  siglo  XII,  una  secta  judía  determinó  las  221  combinaciones
           alfabéticas necesarias. Con ellas era posible moldear un humanoide de arcilla roja e
           infundirle vida. Posteriormente, la leyenda del Golem, con sus múltiples variantes, se

           popularizó  en  Centroeuropa,  en  la  Bohemia,  Moravia  y  Eslovaquia  del  siglo  XVI.
           Según algunas versiones, un rabino descubrió la manera de animar a una gigantesca
           figura  de  barro  destinada  a  obedecer  las  órdenes  de  su  amo.  Recitó  unos  salmos

           secretos  y  para  dar  vida  a  la  Criatura  escribió  en  su  frente  la  palabra  «Emeth»
           («Verdad»); y para destruirla solo debía borrar la letra E, de forma que la palabra
           resultante  era  «Meth»  («Muerte»).  Otra  variante  de  la  leyenda  la  protagoniza  el
           rabino Judá Loew Ben Bezalel de Praga, personaje histórico que murió en 1609 y
           cuya tumba puede visitarse en el cementerio judío de la ciudad. Angustiado por las

           miserables condiciones de vida del gueto, el rabino Loew creó el Golem con fines
           benéficos para su gente. La criatura de barro tenía en su boca un pergamino mágico
           con  la  palabra  «Schem»  (el  nombre  de  Dios),  y  tras  el  rezo  ritual  de  unos  versos

           extraídos del Talmud,  donde  se  describe  la  creación  del  hombre  —«En  la  primera
           hora, recogió el barro; en la segunda, la forma fue diseñada; en la tercera, la forma
           fue construida…; en la sexta, recibió el alma; en la séptima, se alzó y caminó por su
           propio pie…»—, la estatua cobró vida. Pero el Golem enloqueció, y puso en peligro
           la  vida  de  aquellos  a  quienes  debía  ayudar.  El  rabino  Loew,  avisado  durante  un

           servicio en la Sinagoga, fue al encuentro del monstruo, y con riesgo de su vida, le
           arrancó  el  pergamino  mágico  de  la  boca  convirtiendo  al  Golem  en  polvo.  No
           obstante, la versión del mito que ha llegado hasta nosotros, depurada y estilizada, es

           la escrita por Gustav Meyrink (1868-1932), literato austríaco cautivado por los temas
           esotéricos —cfr. Walpurgisnatch [La noche de Walpurgis, 1916], An der Schwelle des
           Jenseits [En el umbral del más allá, 1923]—, quien publicó en 1915 El Golem (Der
           Golem), fruto de su fascinación por el romanticismo alemán.
               Sin duda, E. T. A. Hoffmann (1776-1822) fue una de las fuentes de inspiración de

           Meyrink, como también lo fue mucho antes, aunque de manera indirecta, de Mary
           Shelley.  Escritor  de  espíritu  inquieto  e  inquietante,  intrigado  por  los  misterios  del
           cuerpo, la mente y el alma humanas, Hoffmann los estudió desde diversas disciplinas:

           el  misticismo  y  el  mesmerismo,  la  alquimia  y  la  anatomía.  Mezclando  saberes
           antiguos y nueva ciencia, se apasionó por los desórdenes mentales, el sonambulismo,
           la telepatía, los sueños, las premoniciones, la magia y el ocultismo. Su gusto por los
           muñecos y, sobre todo, los autómatas —admiraba y conocía los trabajos de Vaucason
           y Jaquet-Droz— le llevaron a escribir dos admirables cuentos, Los autómatas (Die

           Automaten, 1814) y El hombre de arena (Der Sandman, 1817). En ambos se adentró
           en  la  ambigua  naturaleza  de  los  muñecos  mecánicos  y  en  el  pathos  de  quienes



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