Page 36 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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por cierto, rebatida por el conde Alessandro Volta (1745-1827), de la Universidad de
           Pavia, inventor del arco voltaico y de la primera batería, quien únicamente aceptaba
           la  existencia  de  la  conductividad  eléctrica  en  los  metales.  Probablemente,  esta
           polémica fue la que incitó a Mary Shelley a leer el ensayo del conde de Volney Las

           Ruinas,  o  meditación  sobre  la  Revolución  de  los  Imperios  (Les  Ruines,  ou
           Meditations sur les Revolutions des Empires, 1791), obra que la Criatura del doctor
           Frankenstein, en el capítulo 5.º del segundo volumen de la novela, menciona como

           parte de su formación humanística       [37] . Volney especulaba, con innegable cautela, que
           la  electricidad  no  era  el  principal  poder  del  universo:  «…  Lo  que  los  antiguos
           consideraban Éter o Espíritu, y que los indios llamaban akache, pienso que guarda
           cierta analogía con la electricidad».

               Otra de las tesis científicas muy populares a finales del siglo  XVIII y principios
           del XIX era la posible creación y cultivo de tejidos biológicos. Durante su estancia en
           Suiza, Mary consiguió amplia información referente a los trabajos del doctor alemán

           George Frank von Frankenau —cuyo apellido guarda un sospechoso parecido con el
           héroe imaginado por la escritora—, principal abanderado de la renovación espontánea
           de  la  materia  orgánica.  El  padre  de  la  llamada  Palingenética  —o  ciencia  de  los

           sucesivos renacimientos— ensayaba con las cenizas de plantas y animales en los que
           cultivaba  ciertos  microorganismos.  Sus  textos  incitaron  al  inglés  John  Turberville
           Needham  (1713-1781)  a  reproducir  sus  experimentos,  pero  utilizando  cuerpos  en
           avanzado estado de descomposición. Mucho más puntillosos fueron los experimentos
           de René Antoine Réaumur (1683-1757), quien estudió la regeneración de las partes

           perdidas en los crustáceos y reptiles, o de Abraham Trembley (1700-1784), centrado
           en  «la  probada  capacidad  de  la  hiedra  acuática  de  desarrollar  nuevos  y  completos
           pólipos de pequeñas porciones arrancadas de la planta original».

               Los románticos vieron en el progreso científico la posibilidad de un conocimiento
           empírico,  materialista,  del  mundo  que  les  rodeaba.  La  ciencia,  entre  probetas  y
           alambiques, entre electrodos y pedazos de carne muerta, se convirtió en el auténtico
           fuego  que  el  titán  Prometeo  entregó  a  los  hombres  para  arrancarlos  de  su  oscura
           ignorancia. Sin embargo, no renunciaron a un tangencial contacto con las antiguas

           ciencias  del  ocultismo,  la  alquimia  o  la  necromancia,  accediendo  así  a  la  «doble
           alma» de la naturaleza: una promesa de totalidad, de plenitud, que incita a sumergirse
           en ella; pero que, al mismo tiempo, encierra una fascinante promesa de destrucción,

           de horror. Mary Shelley conocía bien esta seducción cósmica, terrorífica y sensual, de
           la naturaleza, a través de la admiración de su padre por el ocultismo. La biblioteca de
           William  Godwin  estaba  llena  de  libros  acerca  de  Alberto  Magno,  Paracelso,
           Cornelius  Agrippa,  los  Rosacruces,  el  mito  de  Fausto  y  Raymond  Lully,  los
           protagonistas de una de las obras más populares del filósofo radical inglés, Lives of

           Neeromancers [Vidas de nigromantes] (1834).
               En las páginas de Frankenstein, o el moderno Prometeo aparece, pues, el nombre
           de  Philipus  Aureolus  Theophrastus  Bombastus  Paracelsus  von  Hohemheim



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