Page 35 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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encontré! Lo que me ha aterrado a mí aterrará a los demás; solo necesito describir el
espectro que ha visitado mi almohada a medianoche”. A la mañana siguiente anuncié
que había pensado una historia. Empecé ese día con las palabras: “Una lúgubre
noche de noviembre”, consignando solo estrictamente los tremendos errores del
sueño que me despertó». Pero nada había sido tan sencillo como la propia interesada
se empeñó en hacer creer a sus lectores. Frankenstein, o el moderno Prometeo no fue
el fruto de un mágico destello de genialidad, sino el resultado de un extraordinario
destilado cultural, servido con suma habilidad por una personalidad tan compleja
como la de Mary Shelley.
Desde su juventud, Mary Shelley exhibió grandes conocimientos relacionados
con los avances científicos de aquellos tiempos. Su notable curiosidad intelectual,
plasmada de manera indeleble en las páginas de Frankenstein, o el moderno
Prometeo, se nutrió primero de la biblioteca de su padre, William Godwin. Allí
accedió a los trabajos del químico inglés sir Humphrey Davy (1778-1829),
descubridor del sodio y del potasio, altamente interesado en los efectos de la química
en la producción de electricidad, cuyas conclusiones resumió en el polémico artículo
On the Chemical Effects of Electricity [Sobre los efectos químicos de la electricidad]
(1806); más tarde, en octubre de 1816, Mary dejó constancia en sus diarios de la
lectura de otro trabajo de Davis, Elements of Chemical Philosophy [Elementos de la
filosofía química] (1812). También tuvo ocasión de leer Zoonomia, or the Laws of
Organic Life [Zoonomía. O las leyes de la vida orgánica] (1794-1796), obra de
Erasmus Darwin (1731-1802), abuelo del famoso teórico de la evolución Charles
Darwin y asiduo a las tertulias de Godwin en Skinner Street. Darwin publicó diversos
estudios científicos sobre botánica —The Botanic Garden [El jardín botánico]
(1791), The Temple of Nature [El templo de la naturaleza] (1804)—, que Mary
conoció a través de Shelley, ferviente admirador del sabio. Químico, médico,
meteorólogo y botánico, Erasmus Darwin creía en los poderes curativos de la
electricidad y en su directa participación en ciertas funciones orgánicas; por ejemplo,
la transmisión nerviosa. Tampoco se le pasaron por alto a Mary Shelley los escritos
de Henry Cavendish (1731-1810), quien descubrió el dióxido de carbono y el
hidrógeno, o de Antoine-Laurent Lavoisier (1743-1794), en cuyo Traité élémentaire
de Chimie [Tratado elemental de química] demostraba que el oxígeno era el elemento
clave para la combustión.
Ya en Villa Diodati sabemos que uno de los temas de conversación predilectos de
Mary Shelley con su marido fue el de los descubrimientos sobre conductividad
eléctrica de Benjamin Franklin (1706-1790), revolucionario y escritor
norteamericano, inventor del pararrayos y, en palabras del filósofo Inmanuel Kant
(1724-1804), «el nuevo Prometeo». Y de ahí derivaron los experimentos de Luigi
Galvani (1737-1798), quien había dotado de movimiento a las ancas de una rana
muerta aplicando unos electrodos en la musculatura de dichas extremidades, llegando
a la conclusión de que los nervios eran conductores de energía eléctrica. Hipótesis,
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