Page 40 - Frankenstein, o el moderno Prometeo
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unifican en el reconocimiento de que sus poderes son mutuamente indispensables, y
de esta tensión y esta comunión —como constata Nietzsche respecto al origen de la
tragedia— surge el esplendor del arte griego» [43] .
Empapados de semejante espíritu, los románticos vieron en la mitología griega un
preludio, una intuición, un espasmo que anunciaba, como un terrible alarido, las
turbulentas exquisiteces del alma romántica. Y fue la leyenda de Prometeo el mayor
símbolo de su conocimiento trágico y, a la par, heroico y sensitivo, del mundo. Así
pues, el doctor Frankenstein y su Criatura se funden en sacrílega comunión de almas
enfrentadas pero complementarias, recogiendo la esencia del mito prometéico en sus
más turbios matices, ya que el joven sabio se convierte en Demiurgo, al poseer
ciencias y habilidades que le equiparan a los dioses: Frankenstein es capaz también
de crear vida. Por contra, el Monstruo carga con la culpa de su Creador, siendo la
principal víctima de su osadía y crueldad, de su arrogancia e insensatez: la fealdad, la
soledad, la desoladora falta de amistad, de amor, devienen en un suplicio sin fin tan
aterrador como el del voraz buitre que devora las entrañas del Titán encadenado al
Cáucaso. Tormento que, a su vez, es transferido por la Criatura a su Creador,
desatando todos los infortunios imaginables contra su persona y seres queridos.
Aunque el Monstruo, tan orgulloso y temerario como su Hacedor, se erige en juez y
verdugo de una justicia que dista mucho de ser divina.
Esquilo, Hesíodo y Luciano describen al Prometeo heleno, llamado pyrphoros,
como «el creador de la humanidad». Hijo de Jápeto y la ninfa Clímene, Atenea le
enseñó arquitectura, astronomía, matemáticas, navegación, medicina, metalurgia y
otras artes útiles, y Prometeo, a su vez, se las transmitió a los hombres. No obstante,
Zeus, celoso del Titán y de su afecto por los seres humanos, negó a estos el
conocimiento del fuego. Pero Prometeo logró introducirse en el Olimpo y una vez allí
prendió una antorcha en el carro ígneo del Sol, entregándosela a la humanidad. Por
ello, Zeus hizo encadenar desnudo a Prometeo en la cima del Cáucaso, donde un
buitre devoraba su hígado durante el día, en un tormento sin fin, ya que de noche el
hígado volvía a reproducirse. A su vez, Ovidio (43 a. C. - 17 d. C.), en su
monumental Metamorfosis (libro I, 85), alude al Prometeo romano, denominado
plasticator, creador de los primeros hombres mediante unas figurillas de barro que él
mismo había modelado. Esta es, sin duda, la fuente de inspiración de Mary Shelley a
la hora de subtitular Frankenstein, pues las obras de Ovidio fueron objeto de debate
por parte de Lord Byron y Percy B. Shelley. Ambos dedicaron al desdichado Titán
sendos poemas de delicado aliento épico: Byron su breve y contundente Prometeo
(Prometheus, 1816) y Shelley su elaborado Prometeo desencadenado (Prometheus
Unbound, 1820).
Mucho menos poético y más siniestro resulta el mito del Golem —término hebreo
que significa «masa informe»—, el cual, en opinión de algunos reconocidos
estudiosos —Isabel Burdiel, Leonard Wolf…—, guarda escasa relación con el mito
frankensteiniano. Sin embargo, no puede negarse su influencia en el concepto
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