Page 573 - Auge y caída del antiguo Egipto
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destinos del país. Para empeorar aún más las cosas, en el Alto Egipto seguían
estallando rebeliones oportunistas para aprovechar el vacío de poder en el centro.
En el 165, la rebelión estalló en Tebas; los graves enfrentamientos se extendieron
al Fayum, donde los rebeldes quemaron documentos catastrales en un desafío
directo a las autoridades, y los campesinos abandonaron sus pueblos y buscaron
refugio en los templos. Ptolomeo VI respondió con un decreto que volvía
obligatorio el arrendamiento y el cultivo de tierras; pero la medida resultó tan
ineficaz e impopular que se vio obligado a exiliarse. De manera nada
sorprendente, se fue derecho a Roma.
A Ptolomeo VIII no le fue mejor. En el plazo de un año, su tiránico gobierno
condujo a que se pidiera la vuelta de su hermano, y él mismo tuvo que acudir a
Roma en busca de apoyo. Exiliado en la Cirenaica, desesperado por recuperar el
poder e inquieto por un atentado contra su vida ocurrido en el 156-155,
Ptolomeo VIII redactó un testamento en el que prometía su reino a Roma si
moría sin un heredero legítimo. Aquello tuvo el efecto deseado de asustar a sus
adversarios políticos —más vale malo conocido, concluyeron estos—, pero en
realidad no hizo sino debilitar aún más la independencia egipcia. Solo con la
muerte de Ptolomeo VI, en el 145, el hermano pequeño recuperaría finalmente
su trono.
A su regreso a Alejandría, Ptolomeo VIII se casó con la viuda de su hermano
(que también era su propia hermana), y se dice que mandó asesinar durante las
celebraciones nupciales al hijo que esta había tenido con Ptolomeo VI. Desde
luego, era algo completamente típico de su desenfrenada barbarie. También
ordenó duras represalias contra los comandantes de tropas judíos que se habían
levantado contra su régimen, y prohibió entrar en Alejandría a muchos
intelectuales griegos. Para contrarrestar los numerosos enemigos que se estaba
agenciando entre la población inmigrante, Ptolomeo VIII trató de ganarse
deliberadamente el favor de sus súbditos egipcios, frecuentando sus templos y
promulgando decretos de amnistía. Aunque aquello no era más que un soborno
descarado, el caso es que funcionó. Más que acostumbrada a los gobernantes