Page 574 - Auge y caída del antiguo Egipto
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brutales,  la  población  autóctona  hizo  la  vista  gorda  ante  las  atrocidades  de
               Ptolomeo y se puso de su parte.

                  Los asuntos internos de la dinastía, nunca demasiado claros, se volvían cada

               vez más estrafalarios. Ptolomeo inició una relación íntima con la hija pequeña de
               su esposa y hermana, casándose con ella en el 141-140 y convirtiéndola en su

               reina. Como resultado de ello, madre e hija se convirtieron en feroces rivales.

               Quienes pretendían expulsar al despótico rey podían contar ahora con el pleno

               apoyo de la mayor de sus esposas. Cuando, en el 132, estalló la guerra civil entre
               los  dos  bandos,  Ptolomeo  huyó  a  Chipre,  se  llevó  consigo  a  su  consorte  más

               joven y dejó que su repudiada esposa fuera aclamada como única gobernante de

               Alejandría. Temiendo que el hijo que había tenido con ella fuera proclamado rey,
               Ptolomeo  hizo  que  el  joven  muchacho  fuera  secuestrado,  llevado  a  Chipre  y

               asesinado ante sus propios ojos. Luego desmembró el cuerpo y mandó enviar los

               pedazos a la madre del chico para que llegaran la víspera de la celebración de su

               cumpleaños.  Pero  esta,  nada  dispuesta  a  anteponer  la  aflicción  personal  al
               beneficio político, ordenó exhibir públicamente los restos en Alejandría a fin de

               avivar  la  cólera  popular  contra el tirano Ptolomeo. Sin  embargo, la población

               egipcia  autóctona  se  mantuvo  resueltamente  leal.  Los  crueles  cálculos  del
               antiguo monarca habían dado resultado.

                  La popularidad de Ptolomeo VIII entre sus súbditos egipcios le proporcionó el

               trampolín  perfecto  para  recuperar  el  país  de  manos  de  los  partidarios  de  su
               esposa. Asimismo, supo capitalizar el apoyo autóctono promoviendo a egipcios a

               altos cargos por primera vez en dos siglos. Así, hombres como el real escriba

               Unnefer  darían  rienda  suelta  a  la  misma  verborrea  grandilocuente  que  sus
               precursores de la edad de oro de la civilización egipcia: «Yo fui uno honrado por

               su padre, elogiado por su madre, gentil con sus hermanos … Yo fui uno elogiado

               en su ciudad, benefactor de su provincia, gentil con todo el mundo. Yo fui bien
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               dispuesto, popular, extensamente amado y alegre».  Pero, junto con todo aquel
               autobombo,  habría  una  dosis  no  menor  de  disipación,  que  señalaría  la

               decadencia de las costumbres faraónicas: «Yo fui amante de la bebida, señor del
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