Page 579 - Auge y caída del antiguo Egipto
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romanas en el 75, y Ptolomeo no tenía la menor intención de dejar que Egipto
               siguiera  el  mismo  camino.  Aliarse  con  el  enemigo  era  el  mal  menor.  Por  su

               parte, Roma era como un león en plena caza; podía percibir la debilidad de su

               presa, y no tardó en prepararse para la matanza. El testamento de Ptolomeo X,
               que había parecido prometer el valle del Nilo a Roma, les dio a los romanos la

               excusa perfecta para extorsionar al que todavía era el país más rico de la región.

               Por su parte, Egipto no tenía elección: o pagaba, o se atenía a las consecuencias.

                  Cuando  la  princesa  Cleopatra  era  solo  una  niña  de  cuatro  años  de  edad,
               aquella dura realidad se volvió absolutamente evidente. Allá lejos, en el Senado

               romano, los líderes políticos de la República, tan competitivos y pendencieros

               como siempre, empezaron a utilizar Egipto como un instrumento para reforzar
               sus propias ambiciones. En el año 65, Craso propuso la anexión formal del valle

               del  Nilo  como  provincia  romana,  una  medida  a  la  que  Cicerón  se  opuso

               enérgicamente por considerarla perjudicial para la estabilidad de la República.

               Temporalmente frustrados, los halcones de la Colina Capitolina pasaron a centrar
               su atención en una presa más fácil, el reino seléucida de Asia occidental. De un

               plumazo, el viejo rival de los Ptolomeos en Oriente Próximo fue liquidado por

               los ejércitos de Pompeyo el Grande y absorbido por el Imperio romano. Ansioso
               por  mostrar  su  respaldo  al  vencedor,  Ptolomeo  XII  respondió  a  aquel

               acontecimiento  trascendental  enviando  ocho  mil  soldados  de  caballería  para

               apoyar  la  nueva  expansión  de  Pompeyo  en  Palestina.  Daba  igual  que  su
               extravagante gesto de buena voluntad agotara las rentas de la corona, obligando

               a subidas de impuestos y recortes del gasto público, y desatando una pequeña

               rebelión. Estar en el bando adecuado, el de Roma, era por entonces la prioridad
               número  uno,  independientemente  de  cuáles  fueran  las  repercusiones  internas.

               Por  su  parte,  Pompeyo  contemplaba  todo  aquello  con  la  habitual  arrogancia

               romana,  e  incluso  se  negó  a  ayudar  a  Ptolomeo  a  sofocar  la  insurrección

               provocada por las subidas tributarias.
                  Egipto debería haber aprendido la lección de aquel infausto episodio, pero su

               ingenua política exterior parecía haber adquirido un ímpetu propio. En la medida
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