Page 580 - Auge y caída del antiguo Egipto
P. 580
en que el país se fue endeudando cada vez más con su matón «protector», la
población egipcia llegó a odiar a los romanos y todo lo relacionado con ellos, lo
cual no era precisamente un buen presagio para la dinastía ptolemaica.
Para empeorar aún más las cosas, Roma tenía dos caudillos rivales. Comprar a
Pompeyo no bastaba cuando resultaba que Julio César era igualmente poderoso.
El diablo tenía dos caras, y había que apaciguar a ambas. Cuando, en el año 59,
César amenazó con plantear de nuevo «la cuestión egipcia» en el Senado,
Ptolomeo recurrió a su estrategia favorita; pagó la extorsión con una suma igual
a la mitad de la renta anual de Egipto a cambio de su reconocimiento oficial
como rey de Egipto y «amigo y socio del pueblo de Roma» (amicus et socius
populi romani). Tampoco es que eso sirviera de mucho. Apenas un año después,
cuando Ptolomeo celebraba el matrimonio de su hombre de confianza, el sumo
sacerdote Pasherenptah, con una muchacha de catorce años, sus nuevos
«amigos» siguieron adelante con su plan y se anexionaron Chipre, empujando a
su rey (el hermano de Ptolomeo) al suicidio. Así, en cuestión de meses la alegría
se convirtió en pesar, pero Ptolomeo se calló por temor a enfadar a Roma. La
ruina del faraón era ahora moral además de económica.
Todo aquello fue demasiado para los orgullosos y apasionados ciudadanos de
Alejandría, que se sublevaron y expulsaron a su cobarde rey, obligándole a partir
al exilio. Ptolomeo, desalentado, fue primero a Rodas, a postrarse ante el
magistrado romano que acababa de aceptar la rendición chipriota. Para más inri,
Ptolomeo fue conducido ante la presencia de Marco Poncio Catón mientras este
estaba en el servicio tras una dosis particularmente eficaz de laxante. En los
viejos tiempos, el faraón acostumbraba a pisotear a los extranjeros bajo las
plantas de sus pies; ahora era menos importante que las evacuaciones de un
bárbaro. No se podía caer más bajo.
Pero, lejos de buscar una salida a su arriesgada posición, la dinastía
ptolemaica siguió comportándose como antes, causando, como de costumbre, su
propia ruina. En Alejandría, primero se ofreció el trono a la esposa de Ptolomeo,
y luego, tras la prematura muerte de esta, a su hija mayor, Berenice. Una mujer