Page 167 - ¿Y si quedamos como amigos?
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                                             CAPÍTULO DIECISÉIS





          Por raro que parezca, empezar el año con una operación de rodilla no resultó tan mal

          augurio como me temía. Me salté la primera semana de clases, así que no tengo queja
          en ese aspecto.
             Reconozco que después de lesionarme tenía la mecha corta, pero es que me dolía
          muchísimo. Atravesé los cinco estadios del duelo: me enojé, me disgusté, me enfurecí,
          me invadió la frustración y, por último, me hundí en la depresión.

             Entonces llegó Macallan, como tantas otras veces, y se negó a seguirme el juego. Si
          me quejaba, no me dejaba en paz hasta que me sobreponía o me reía. Me llevaba a la
          escuela y luego a casa. Me ayudaba con los libros, cocinaba para mí, me traía cuanto

          necesitaba y no se quejó ni una vez. A menos, claro, que yo me pusiera pesado. Lo cual
          sucedía a menudo.
             Macallan  se  las  arreglaba  para  tranquilizarme.  No  me  gustaba  tener  a  mi  mamá
          encima. No quería que mi papá me considerara un flojo, aunque él, mejor que nadie,
          comprendía  la  gravedad  de  la  lesión.  Y  me  molestaba  que  los  chicos  tuvieran  la

          sensación de que debían cuidar de mí.
             Ah, sí, y Stacey. Me gustaba estar con ella, pero con Macallan era otra cosa.
             En Año  Nuevo  pensé  durante  un  instante  que  me  iba  a  decir  que  me  amaba.  Que

          quería que la besara. Ella titubeó apenas un par de segundos, pero aquel breve lapso
          bastó para disparar mis esperanzas.
             Macallan fue una de las últimas personas que vi antes de entrar en el quirófano y una
          de las primeras que encontré al despertar. Aquel día faltó a clase para estar con mis
          papás  y  conmigo.  Me  trajo  la  tarea  durante  toda  la  semana  y  me  hizo  reír  con  sus

          imitaciones de mis amigos.
             Incluso me acompañaba a la rehabilitación. Lo cual le agradezco muchísimo, porque
          la recuperación es un asco. Duele. Es lo más frustrante que me ha pasado en la vida. Me

          sentía  incapaz  de  mover  la  rodilla.  Algo  tan  sencillo  como  doblarla  me  resultaba
          doloroso  y  difícil.  Si  mi  mamá  hubiera  estado  allí  conmigo,  se  habría  preocupado
          mucho viendo lo mal que lo pasaba.
             Macallan, en cambio, se sentaba y me atendía cuando era necesario. Hacía la tarea
          mientras la fisioterapeuta me ayudaba con los ejercicios. Y me dio fuerzas para no tirar

          la toalla, hacer un berrinche o echarme a llorar. Un deseo que me asaltaba a diario.
             Tras una sesión especialmente dolorosa, Macallan se sentó a mi lado durante el baño
          de hielo con electroterapia.

             —¿Cómo te encuentras? —me preguntó.


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