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97,-LOS GRANDES HOMBRES
fué para ellos un bien, sino un mal, porque
desde entonces «los rudos macedonios empe".'
zaron a aficionarse al oro y al lujo de los asiá".'
ticos» .
En tanto, Darío continuaba su huída por
aquellos campos, que poco antes atravesara
en un carro soberbio, ataviado y aclamado co-
mo un dios, y que ahora recorría casi solo, o
con muy escaso acompañamiento, triste y te~
meroso. A paso acelerado, cambiando sin ce-
sar de caballo, llegó al fin a Unca, donde fué
recibido por cuatro mil griegos, con los que
se encaminó hacia el Eufrates, comprendien-
do que sólo quedaría por suyo aquello de que
se apoderase primero. Mientras, Alejandro
avanzaba por la costa, que quería acabar de
someter a su dominio.
Y he aquí que las ciudades todas, temerosas
de su nombre y de. su poder, le abrían sus
puertas, y los reyes de Siria y Fenicia se ade-
lantaban a sus deseos entregándole espontá-
neamente sus reinos y enviándole mensajes en
que se le decía que estaban dispuestos en todo
a obedecerle.
Sólo faltaba por someterse al yugo de Ale-
jandro la ciudad de Tiro, la más celebrada
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