Page 615 - El Misterio de Belicena Villca
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equipo y distribuido racionalmente, luego de una rigurosa castrametación: hasta
disponían de dos centinelas, uno al Este y otro al Oeste del campo.
Para el momento, largamente acariciado, de toparnos con la expedición de
Schaeffer, Von Grossen elaboró un plan de aproximación al que sólo faltaban
agregar detalles tácticos de acuerdo a las circunstancias. Dado el caso presente,
sólo hubo que confirmar los puestos y funciones de cada uno para que la
escuadra estuviese dispuesta a ejecutar el plan.
Conforme a ello, descendimos en silencio hasta la entrada de la cañada,
sitio en el que desembocaba el camino de la cumbre. Ya allí, Von Grossen, Oskar
Feil, el gurka y Yo, con los perros daivas, permanecimos ocultos unos minutos,
en tanto los tres oficiales y los ocho monjes lopas, se desplegaban alrededor
del campamento. Ellos debían mantenerse a resguardo y cubrir nuestro próximo
avance, en previsión de un malentendido o de que algo saliese mal.
Sin sospechar nada, el centinela se hallaba fumando, distraído por sus
propios pensamientos, recordando quizás la patria lejana. Los tres alemanes
surgimos de pronto frente a él y creyó estar soñando. Pero ya era tarde para
reaccionar, especialmente al ver las negras bocas de las Schmeisser: la Luger, el
puñal, y el subfusil MP40 pasaron a manos de Von Grossen.
–Somos oficiales del Tercer Reich –explicó Von Grossen– pero no
podemos correr riesgos. ¡Heil Hitler! ¡Acérquese ahora al campamento, muy
lentamente, y avise de nuestra llegada!
–¡Heil Hitler! –respondió el atribulado centinela.
Con exquisita delicadeza, se fue asomando a cada una de las seis carpas
y comunicando lo que ocurría a sus ocupantes. Muchos, posiblemente, habrán
supuesto que el centinela desvariaba.
En segundos se reunieron 20 o más hombres, pero no se podía distinguir
quién era oficial o suboficial porque todos estaban vestidos con traje de paisano.
Uno de ellos soltó una exclamación y se acercó varios pasos:
–¡Yo a Ud. lo conozco! ¡Es el Standartenführer Karl Von Grossen! ¿Qué
Diablos hace aquí, en la axila del Tíbet?
–Y Yo sé quien es Ud., Standartenführer Reinhard Von Krupp –replicó
maliciosamente el siempre bien informado Von Grossen, remarcando el grado y
el nombre del oficial. De sus años en la Gestapo, Von Grossen conservaba la
mala costumbre de poner cierto énfasis sugestivo al nombrar a las personas,
dando a entender que poseía sobre ellas información confidencial o
comprometedora.
–Estamos aquí para... –iba a proseguir Von Grossen, cuando fue
interrumpido por la aparición de Ernst Schaeffer.
Es posible, y más aún, muy probable, que Schaeffer haya perdido
irreversiblemente la razón al encontrarse ante aquel espectáculo inesperado.
Para comprenderlo hay que figurarse lo que sería para él haber llegado al Valle
de los Inmortales, a un paso del Santuario de la Reina Madre del Oeste y de la
Puerta de Chang Shambalá, y comprobar que en lugar de los Arhats aparecía un
grupo de alemanes, uno de ellos su enemigo jurado. Y junto a éste,
inexplicablemente, venía la víctima propiciatoria, Oskar Feil, y el gurka
desaparecido.
–¡Ahahahah...! –dio un alarido demencial y clamó– ¡disparen, mátenlos a
todos!
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