Page 618 - El Misterio de Belicena Villca
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Durante media hora, Karl Von Grossen aclaró lo mejor que pudo todas las
dudas de Von Krupp. Al cabo, éste planteó una pregunta para la cual Von
Grossen no tenía respuesta.
–¿Y ahora qué haremos?
–Mis órdenes –reveló Von Grossen– especifican que al tomar contacto con
la expedición debo obrar de acuerdo a las instrucciones del Sturmbannführer
Kurt Von Sübermann. Y como Ud. debe obedecerme a mí, me ahorraré el
retransmitirle tales instrucciones si ambos las conocemos al mismo tiempo –
concluyó con lógica aplastante–. Y bien, Von Sübermann, ¿qué tiene que
decirnos?
–¡Que tenemos que volver inmediatamente a Alemania! –dije sin dudar–.
Mañana mismo debemos emprender el regreso. A Ernst Schaeffer y sus cuatro
cómplices los conduciremos arrestados, pero si se resisten, los ejecutaremos
bajo mi reponsabilidad.
Karl Von Grossen aprobó sin reservas esa decisión pero el más aliviado
era Von Krupp.
–¿Eso es todo? ¿Regresar a Alemania? Es la mejor noticia que escucho
en más de un año. Temí que solicitara continuar la exploración del Tíbet. ¡Me
adhiero totalmente a esa propuesta! La verdad es que ya estaba harto de Ernst
Schaeffer y sus misterios.
¡Pobre Von Krupp! Ni Von Grossen, ni Yo, imaginamos entonces que
jamás regresaría a Alemania...
Capítulo XXXIII
No te podría asegurar, neffe, si lo primero que percibimos fue el sonido o la
luz, o el olor dulzón y penetrante, inconfundible del humo de sándalo, o si
captamos sendos tattvas a la vez.
Los hombres de Von Krupp ya estaban guarecidos en las carpas, salvo los
dos centinelas. El gurka y los lopas terminaban de armar nuestras tiendas
ayudados por Heinz. Y los dos Standartenführer y Yo aún estábamos hablando.
El Sol hacía tiempo que se había puesto y el crepúsculo muriente dejaba paso
rápidamente a la helada noche de las cumbres tibetanas. Sin embargo, en un
instante, la cañada comenzó a iluminarse desde la salida del Oeste, como si
asistiésemos al amanecer de un nuevo y deslumbrante Sol.
Perplejos, pasmados, hipnotizados, los tres nos quedamos mirando la bola
de luz, que atravesaba la garganta y avanzaba por el centro de la cañada, a no
más de cien metros de altura. Aunque el halo se extendía decenas de metros
alrededor del núcleo brillante, era posible distinguir que el centro se componía de
cuatro esferas incandescentes, intersectadas excéntricamente entre sí. Pero tal
observación fue cosa de un segundo, porque el sonido que acompañaba a la
resplandeciente aparición nos impidió enseguida toda otra percepción.
Al menos para mí, que pasé mi infancia en una granja de El Cairo donde
se criaban abejas melíferas, aquella vibración resultó claramente familiar: era el
zumbido clásico de un enjambre en movimiento. Había empezado como un
débil rumor, así como la luz fue al principio un suave fulgor, pero pronto se tornó
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